martes, 15 de octubre de 2019

Los laberintos del amor (II)





























































En una entrada anterior, les señalaba como Lola (1961), el primer largometraje de Jacques Demy, no había acabado de convencerme. Su acabado adolecía de una disonancia irresoluble entre narración y plamación, de manera que ambas vertientes, forma y contenido, se negaban y minaban mutuamente.

La historia de Lola prefiguraba lo que sería habitual en sus obras mayores, esos vericuetos sin término en los que se extraviaban unos amantes que nunca llegaban a encontrarse, lo hacían a destiempo o con intermitencias. Historias sentimentales, rayanas incluso en la cursilería, a las que salvaba un poso amargo y desengañado -heredero de toda la gran novela decimonónica, tan abundante en perdedores y fracasados-, apuntalado por un contrario en principio inmiscible: una idealización de raigambre hollywoodense. Dos elementos que mal casaban con un estilo visual que buscaba la cercanía, la espontaneidad, que la Nouvelle Vague acababa de poner de moda. En forma de desaliño en montaje la planificación, junto con una  iluminación natural que no rehuía los contraluces extremos ni sombras molestas. Todo ello en aras no de la narración, si de romper la barrera que separaba al espectador de lo filmado.

La Baie des Anges (La bahía de los ángeles, 1962), por el contrario, supone un cambio radical. Tan grande que para mi supone la primera gran obra de su autor, sin  nada que envidiar a las que vendrían después. Como en ellas, tenemos una historia que esa a la vez realista e ideal, de fondo sórdido pero tránsida de arrebato romántico. La de una pareja de jugadores de azar, -él , Claude Mann, apenas iniciado, algo inocente, ella, Jeanne Moreau ya perra vieja en ese oficio, sin esperanzas ni ilusiones- que se envician con la ruleta y se ven atrapados en una montaña rusa de perdidas y ganancias, viviendo a lo grande un día, sin tener donde guarecerse al siguiente, al mismo tiempo que se enamoran con locura el uno del otro.

Pues bien, lo primero que llama es que el descuido en la fotografía que se interponía a cada instante en Lola, aquí ha desaparecido por completo, así como esas sombras y contraluces producto de filmar con luz natural en interiores sin acondicionar. En toda la película, no hay una sombra de más que nos impida apreciar, o nos distraiga, de las interpretaciones de los actores. Casi se podría hablar de una iluminación aséptica, de hospital, en la que se han difuminado los matices, limado las asperezas. Se podría pensar, de forma errada, que Demy se ha dejado seducir por un clasicismo que ya entonces estaba trasnochado, pero más bien es que busca concentrarse -temática y estéticamente- en los protagonistas. Sin que nada turbe o desvíe nuestra atención.

Contra esta sospecha de un clasicismo/manual/regla de cálculo se puede aducir la variedad de soluciones que Demy propone para reflejar el torbellino en el que quedan atrapados sus protagonistas. Algunas tan sutiles que pueden pasar desapercibidas en un primer visionado. Por ejemplo, antes de que los personajes lo sepan, Demy nos anticipa si la suerte en la ruleta les va a favorecer o no, por el sencillo expediente de permitirnos ver como evoluciona la bola o no. Así, si la cámara se fija en ellos, apartándolos del croupier y la mesa de ruleta, encerrándolos en su ansiedad y la duda, es casi seguro que van a perder, sospecha que se torna certeza en el último tramo de la película, cuando sus deudas se tornan insostenibles e irrecuperables.

Asímismo, para mostrarnos su adicción al juego, Demy utiliza un montaje en tríos, cara-manos-ruleta, de rápida cadencia, al que además se unen fundidos ruleta-cara para reiniciar el ciclo. Hay una clara alusión a emoción que les provoca el juego, parte inseparable de su personalidades, además de la imposibilidad material que tienen para apartarse de la mesa de ruleta, a menos que se queden sin dinero. Sin contar la elegancia con la muestra el primer contacto entre ambos personajes -ilustrado arriba- en la se utiliza el enfoque/desenfoque de personajes/entorno para señalar quién lleva la voz cantante, quien está experimentando un cambio. En la primera parte, subrayando como él va probando su suerte de mesa en mesa, sin mucho interés, hasta encontrar alguna en la que le sonría el azar; en la segunda, desenfocándole a él, enfocando a Moreau, para mostrar que ya ha encontrado la ruleta ganadora y además que ha despertado el interés de Moreau.

Escena de acabado engañosamente sencillo, pero de gran sutileza y dificultad, que denota a un maestro, ya que ese recurso de utilizar la profundidad de campo no se pone al servicio de un plano/contraplano convencional, plasmado por otros medios. No, lo importante aquí es conseguir dejar claro, sin montaje ni movimientos de cámara, que se ha producido un momento crucial en la vida de ambos personajes. 

Ella, al encontrar un asidero en su caída irrefrenable. Él, al hallar un motivo para entregarse al juego. 

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