Si se trata de ser "meta", creo que pocas instituciones saben hacerlo tan bien como la Juan March. Si al comienzo de su andadura, durante la transición, se volcó en traer a Madrid la obra de los grandes de la vanguardia -lo que los anglosajones denominan Modern Movement-, desde hace unos años está enfrascada en salirse de ese marco, apartándose o elevándose del mismo, para que el cambio de perspectiva nos permita comprender mejor los cambios, mutaciones y revoluciones del arte del siglo pasado. O dicho de otra manera, para hacer justicia, de manera que no olvidemos ni hagamos de menos las muchas vías laterales -que no secundarias- en las que abunda la modernidad.
En este caso, Genealogías del Arte, la nueva muestra de la March, parte de otra exposición, la organizada para el MOMA por Alfred H. Barr en 1936, con el título Cubism and Abstract Art (Cubismo y Abstracción). Lo importante de aquella muestra mítica es que el frontispicio de su catálogo era un diagrama que buscaba dar una explicación, clara y concisa, pedagógica y divulgativa, de las múltiples filiaciones y progenituras que habían dado a lugar a la vanguardia, arte contemporáneo o modernidad, como se guste. Un metaestilo que abarca casi todo el siglo XX y parte del XIX, del mismo orden que el Renacimiento o el Barroco, y que en aquéllos días de 1930 aún era una obra en construcción. Una normativa en redacción, un proyecto en marcha que se pretendía único, inclusivo y absoluto -lo que no pertenecía a él, no existía, sencillamente-, para seguir evolucionando en una ascensión sin término. Como de hecho ocurrió hasta 1980, cuando las contradicciones del propio movimiento dejaron paso al ámbito caótico que llamamos postmodernismo, a falta de una etiqueta mejor.
La exposición gira, por tanto, alrededor de ese esquema germinal, estructurándose en tres secciones. Una primera, en la que se señala como esos intentos por crear un esquema no eran algo nuevo en la histora del arte, sólo que el de Barr tuvo mejor fortuna y credito que los anteriores. Llego en el momento justo y adecuado. Una segunda, en que se evoca esa muestra Cubism and Abstract Art, permitiendo que el visitante viaje por el diagrama de Barr, para encontrarse con obras que simbolicen las regiones y ámbitos propuestos en él. Un viaje que no puede ser rectilíneo, fijado y dictado, sino abundante en de vueltas, revueltas, retrocesos y movimientos laterales, de manera que el camino más corto no es, ni puede ser, el más enriquecedor. Finalmente, mostrando como esa semilla sistematizadora ha engendrado una amplísima progenie de cuadros descriptivos, en los que la labor divulgadora comienza a ser lo de menos. Lo que interesa es mostrar la visión del arte -y de sus filias y fobias, de sus triunfos y fracasos- que un artista de una época determinada pueda tener.
Sin que eso suponga proponer un canón -que frágil y desechable, incompleta y restrictiva, parece ahora esa idea- ni mucho menos tener razón o acertar.
Rebobinemos. Cuando paseaba por la segunda sección de la muestra de la March, -la que evoca en obras el diagrama de Barr- empecé a sentirme como si hubiera vuelto al hogar. Reconocía la importancia de las piezas expuestas y los lazos que las ligaban y relacionaban. Me llevó un rato darme cuenta de a qué se debía esa sensación. Tuve que remontarme, ni más ni menos, a principios de los ochenta, a cuándo siendo un adolescente descubrí y aprendí a disfrutar del arte contemporáneo. De la mano de Robert Hughes y su The Shock of the New, esa elegía de la modernidad que yo confundí con elogio apasionado, evangelio del arte que se debía preferir y del que era necesario crear.
Lo que yo había descubierto en Hughes, las distintas filiaciones y ascendencias de la modernidad, sus atracciones y repulsiones, estaban prefiguradas en Barr. De hecho ewran las mismas, adaptadas y continuadas a cincuenta años más de vanguardias, movimientos, manifiestos, polémicas y escándalos. No es de extrañar que supiera orientarme en el laberinto construido en la exposición de la March. Aquellas ideas, aquellas verdades, habían quedado grabadas a fuego en mi mente, se había tornado la clave con que la que interpretaba el arte, no sólo el reciente y presente, sino el futuro. Sin darme cuenta que aquel sentir no representaba ya un comienzo, ni siquiera una continuación, sino un final. Estaba ya marcado, condenado, por el signo del rechazo y la indiferencia que todo lo perteneciente a los padres despierta en los hijos.
No son jeremiadas, sino constataciones. O al menos no quisiera que fueran quejas y lamentos, puesto que no quisiera parecer el abuelo que sólo sabe hablar del pasado y a quien nadie escucha ya, ni siquiera él mismo. Sin embargo, me es imposible no darme cuenta en qué medida y con qué profundidad se ha modificado el paisaje artístico en los últimos cuarenta años - vean los gráficos que preceden y anteceden estas líneas-. Y me se sería muy fácil acusar al presente, rasgarme las vestiduras ante la substitución del compromiso estético y político - el engagement, que se decía antes- por una clara comercialización al servicio del mejor postor, o ante la desaparición del convencimiento y la fe, en un cambio que habría de llegar en forma de revolución, ahogados por el cinismo, el desengaño y el conformismo.
Lo que yo había descubierto en Hughes, las distintas filiaciones y ascendencias de la modernidad, sus atracciones y repulsiones, estaban prefiguradas en Barr. De hecho ewran las mismas, adaptadas y continuadas a cincuenta años más de vanguardias, movimientos, manifiestos, polémicas y escándalos. No es de extrañar que supiera orientarme en el laberinto construido en la exposición de la March. Aquellas ideas, aquellas verdades, habían quedado grabadas a fuego en mi mente, se había tornado la clave con que la que interpretaba el arte, no sólo el reciente y presente, sino el futuro. Sin darme cuenta que aquel sentir no representaba ya un comienzo, ni siquiera una continuación, sino un final. Estaba ya marcado, condenado, por el signo del rechazo y la indiferencia que todo lo perteneciente a los padres despierta en los hijos.
No son jeremiadas, sino constataciones. O al menos no quisiera que fueran quejas y lamentos, puesto que no quisiera parecer el abuelo que sólo sabe hablar del pasado y a quien nadie escucha ya, ni siquiera él mismo. Sin embargo, me es imposible no darme cuenta en qué medida y con qué profundidad se ha modificado el paisaje artístico en los últimos cuarenta años - vean los gráficos que preceden y anteceden estas líneas-. Y me se sería muy fácil acusar al presente, rasgarme las vestiduras ante la substitución del compromiso estético y político - el engagement, que se decía antes- por una clara comercialización al servicio del mejor postor, o ante la desaparición del convencimiento y la fe, en un cambio que habría de llegar en forma de revolución, ahogados por el cinismo, el desengaño y el conformismo.
Me sería muy fácil, sino fuera porque aún recuerdo que a mi generación se nos acusaba de esas mismas claudicaciones. Si no fuera porque sé que a los artistas jóvenes sienten ese mismo estremecimiento y frenesí al que yo me asomé hace ya tantos años.
Y aún tienen las fuerzas para llevarlo a cabo.
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