En la Fundación Canal acaba de abrirse un amplia muestra dedicada a una fotógrafa excepcional: Francesca Woodman. Una artista que en apenas un lustro de carrera, antes de haber cumplido siquiera los 23 años, creo un corpus -nunca mejor dicho- de imágenes únicas e inconfundibles. Como se suele decir, de impacto directo, ante las cuales no se puede permanecer indiferente, a menos que se haya sido vaciado de toda sensibilidad.
Una artista plena, cuya valoración puede verse distorsionada, como el de tantas otras creadoras malogradas, por el hecho de su suicidio. Debería dejarlo a un lado, callarlo y centrarme en sus creaciones, pero no puedo hacerlo. Uno de mis mayores miedos, junto con el de acabar pidiendo por las calles, es el de soltarme de los últimos asideros que me ligan a esta vida. Concluir que no se me reservan más esperanzas, sino sólo sinsabores, sin quedarme otra que buscar una manera digna -y rápida y sin sufrimiento- de acabar con una situación insostenible, abrumadora y aplastante.
De ahí, que al encontrarme con las fotografías de esta joven suicida -como me ocurrió con los versos de la poetisa Alejandra Pizarnik-, haya creído encontrarme con un igual. Reconocí sus sentimientos, me reconocí en ellos. Percibí esa angustia, inextinguible, insalvable, de considerarse un desconocido para sí mismo. No sólo para los demás, sino en especial en uno, de uno y para uno. Porque esa separación del resto de los semejantes, ese ansia por aislarse y borrarse -conjugado, de forma paradójica, con la necesidad irrefrenable de compañía y contacto humano-, es también un combate contra un enigma existencial irresoluble.
De ahí, que al encontrarme con las fotografías de esta joven suicida -como me ocurrió con los versos de la poetisa Alejandra Pizarnik-, haya creído encontrarme con un igual. Reconocí sus sentimientos, me reconocí en ellos. Percibí esa angustia, inextinguible, insalvable, de considerarse un desconocido para sí mismo. No sólo para los demás, sino en especial en uno, de uno y para uno. Porque esa separación del resto de los semejantes, ese ansia por aislarse y borrarse -conjugado, de forma paradójica, con la necesidad irrefrenable de compañía y contacto humano-, es también un combate contra un enigma existencial irresoluble.
El saberse aparte y distinto, incomprensible e indescifrable, ante los demás, pero en especial, ante uno mismo. Como si nuestras acciones, en particular los errores que cometemos, fueran los de otra persona distinta, ajena, extraña, sobre las que no tuviéramos poder alguno de decisión. Quedando reducidos a espectadores impotentes de nuestra vida, de nuestra propia decadencia, desastre y destrucción.
A nuestras manos, si tenemos valor, o a las del tiempo, si somos cobardes.
Y sin embargo, a pesar de compartir mismo laberinto, ¡qué diferencia entre unos y otros, entre ella y yo! En medio de su catástrofe, esta artista fue capaz de crear imágenes-simbolo-enigma, pero no de las que se retuercen sobre sí misma, refugiándose en una coraza infranqueable, sin permitir vislumbrar nada de su interior a quienes las contemplan, sino otras cristalinas, diáfanas y transparentes. Condensación y destilación de su dolor, compartibles y asumibles por cualquier, incluso por quienes jamas se haya asomado a esos abismos y jamás vayan a hacerlo.
Pocas expresiones de la soledad a la que estamos condenados, de la repulsión y extrañeza del propio cuerpo hay que se igualen a esta. La artista contemplando, desnuda e indefenda, en medio de una habitación destartalada, la impronta de su propia silueta, como si hubiera cumplido el sueño de disociarse en dos, para juzgarse de forma distanciada, disapasionada, casi con compasión y condescencia. O esa otra, en que su cuerpo es borrado por el papel pintado que se desprende de otra habitación destartalada, como si pudiese fundierse con ella y desaparecer, dejar de existir en este mundo, dejar de sentir y ser percibidad.
U otras en la que una velocidad de obturación baja le permite difuminarse en una imagen movida, tornarse un garabato indistinguible, impersonal, desvanecido y disuelto en el aire como una voluta de humo. Imágenes imposibles, reflejos de anhelos de autoaniquilación, en donde los espejos sirven para esconderse tras ellos, incluso en ellos, como si su plata fuera agua en la que poder sumirse y anhegarse.
Y tantas y tantas otras, creadas en un torbellino de inspiración que debió consumir todas sus energías, quizás incluso acelerar su destino final, sabiéndose imposible de mantenerse en esas alturas vertiginosas, donde el aire se vuelve irrespirable.
Terrible destino, el de quien es poesido por su propia inspiración y arde en ella.. Tan envidiado, no obstante, por quienes sólo sabemos languidecer, sin ser capaces, no ya de crear, sino simplemente de imaginar algo similar.
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