lunes, 28 de octubre de 2019

Consonancias

Autorretrato, Sofonisba Anguissola

Se acaba de abrir, en el museo de El Prado, la exposición Historia de dos pintoras: Sofonisba Anguissola y Lavinia Fontana. No creo exagerar al decir que era una muestra esperada con impaciencia  por todos los aficionados. Incluso se podría decir que era LA exposición, así con mayúsculas, sin la que este año no podía considerarse completo.

Se inscribe en esa tendencia actual, de unas pocas décadas acá, que busca recuperar del olvido a las muchas pintoras que figuran en la historia de la pintura occidental. Unas reivindicaciones que no se limitan al muy necesario acto de justicia, por parte de una sociedad que se ufana de un feminismo constituido como rasgo de identidad cultural. La restitución de su memoria corre el peligro de quedar limitada a breves menciones en las enciclopedias, algunas telas expuestas en salas secundarias de los museos, peor sin alcanzar mayor repercusión, fuera de los expertos. Dando la razón a la opinión retrógada que sostiene que si esas mujeres fueron olvidadas, menospreciadas y apartadas, es porque nunca alcanzaron el talento, ni la valía, de sus colegas masculinos. No porque todo, absolutamente todo, estuviera en contra suya

Cuando no es así, ni mucho menos. No estamos hablando de caprichos, ni de cupos. A cada descubrimiento, a cada reivindicación, se descubre a pintoras cuyo valor va más allá de lo anecdótico. Artistas con verdadero talento, que poco tienen que envidiar a la mayoría de los hombres recordados por la historia. enumerados en los canones oficial. Esas mujeres bien pudieran haberse colado entre los más grandes, si su tiempo  hubiera dejado florecer su talento, si hubieran gozado del mismo respeto y consideración que sus colegas. Aún así, habiendo quedado malogradas sus carreras en muchos casos -por indiferencia, ignorancia, envidia y desprecio-, no hay nada que las pueda quitar su condición de heroínas. Como las dos pioneras, Anguissola y Fontana, separadas una generación, a las que se dedica la muestra de El Prado.

Ninguna de las dos, por cierto, era una completa desconocida para mí. El nombre de Anguissola empezó a sonarme con motivo de una muestra de retratos del Renacimiento en donde figuraban algunas de sus obras. En particular, además de su autorretrato, omnipresente en todas las reseñas, los del rey Felipe II, los de príncipes y princesas, los de los nobles y personas de importancia de la corte. Si ya me resultaba difícil, en aquel instante, concebir una pintora en el siglo XVI, me resultaba increíble que hubiera podido hacerse con encargos de tal categoría, gozar de la fama que de la que había disfrutado. Tenía que haber sido una persona excepcional, como descubrí al investigar un poco. Alguien de quien se contaban historias fenomenales, tanto en lo personal como en lo pictórico, lo que contribuyó no poco a convertirla en una de mis referencias esenciales de ese periodo.

¿Cuál es mi conclusión, una vez vista la muestra? Creo que hay dos problemas con la obra que nos ha llegado de Anguissola. En primer lugar, su obra de juventud adolece de ser la de una autodidacta. En ella, en su mayoría retrados de familia, hay elementos que resultan envarados, mientras que en otros brilla una espontaneidad y cercanía ausente en los pintores "profesionales". No podía, es obvio, representar una escena hogareña tal y como ella la veía, en todo el cariño y respeto que unía a su familia -tal y como harán los realistas e impresionista del siglo XIX-, sino que tenía que revestirla de la formalidad, seriedad y dignidad -incluso pomposidad- que se esperaba de una pintura nobiliaria.  Por desgracia, acaba quedándose en mitad de una tierra de nadie. Lo que no evita que cuando se retrata a sí misma, sin tener que rendir cuentas a nadie, nos asombre la profundidad y determinación de su mirada. La seguridad con la que observa un mundo que la considera como un fenómeno, un monstruo, de la naturaleza.

Con respecto al resto de las pinturas expuestas, se observan grandes diferencias de calidad. Desde obras maestras a otras no tan logradas, incluso mediocres. Gran parte de esas inconsistencias me temo que se deben a la complicada madeja de las atribuciones. En el pasado, muchos de los cuadros de Anguissola fueron asignados a sus contemporáneos masculinos, mientras que ahora, con mayor prudencia y cuidado, han quedado muchos obras en tierra de nadie. Piénsese en el magnífico La dama del armiño, que ha sido atribuido en diferentes ocasiones a El Greco, la propia Anguissola y, ahora, a Sánchez Coello. Sin embargo, a pesar de esas irregularidades hay algo que queda claro: Anguissola nunca se durmió en sus laureles. A pesar de haber comenzado su carrera hacia 1550, anclada a unas referencias estéticas muy precisas del manierismo y tardorenacimiento, hacia el 1590 estaba comenzando a pintar al estilo barroco.

Un cambio tan radical que resulta difícil de creer, aunque las tengamos delante, que esas pinturas finales provengan de la misma mano que las juveniles.

Cabeza de joven. Lavinia Fontana

Respecto a Fontana, mi encuentro con su pintura fue un tanto fortuito. En una exposición sobre la reina Cleopatra VII de Egipto, hace ya unos cuantos años, se habían incluido una selección de cuadros que mostraban la pervivencia de su figura en la cultura occidental.. Entre ellos, había uno que me llamó poderosamente la atención, puesto que su iconografía era inusual, una auténtica excepción. Se trataba de una Muerte de Cleopatra, en la que brillaba por su ausencia cualquier tipo de sensualidad y erotismo, tan común en el resto de versiones. La reina, vestida completamente, de la cabeza a los pies, tocada con un sombrero, estaba de pie, en posición de mando, dirigiéndose resoluta, como si le dictase órdenes, al aspid que terminaría con su vida. Su autora, como puden imaginar, era Lavinia Fontana.

Al contrario que Anguissola, Fontana parece haber sido una pintora mucho más versátil. No hubo género -religioso, mitológico, retrato- que no cultivase. Con resultado desigual, hay que decirlo. Su pintura religiosa parece demasiado ligada a los modelos manieristas, sin especial originalidad. Entre sus retratos los hay sorprendentes, en especial uno que a pesar de su mal estado de conservación, revela aciertos poco comunes. En concreto, esa naturalidad en ademanes y expresiones, la unión de varias personas en un grupo coherente, casi sorprendido en un momento privado de sus vidas, que Anguissola no había conseguido alcanzar en sus retratos de grupo.

Sin embargo, donde Fontana brilla es en la pintura mitológica. Su visión es claramente personal, separada y aparte de los lugares comunes en que se movía ese género, en clara oposición a la mirada masculina. Así, transforma, sin que esto resulte chocante, a una dama de la alta nobleza en la diosa Venus. Confiere, como ya les indicaba, un aire de nobleza inusitado, pero bien conveniente, a la reina Cleopatra; pero sobre todo, consigue un híbrido casi imposible, sincretar a Minerva con Venus, sin que ninguna de las dos pierda sus caracteres esenciales o éstos se anulen entre sí.

Y luego está la cabeza de joven que les he puesto un poco más arriba. Quienquiera que sea capaz de pintar algo así, no puede ser otra cosa que un maestro.

De los más grandes.

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