viernes, 4 de enero de 2019

En busca de Bergman (VIII): Sommaren med Monika (Un verano con Mónica, 1953)




































No deja de sorprenderme el abismo que media entre mis expectativas sobre una película, antes de verla, y la propia obra. Siempre, siempre, descubro que me equivocado de manera completa en mis apreciaciones y Sommaren med Monika (Un verano con Mónica, 1953) no sido una excepción. Basándome en el título del film, las carátulas de las ediciones en DVD y BR, y lo poco que había oído del argumento, me imaginaba que esta película sería la narración de un idilio veraniego, todo él luz, sol, libertad y plenitud. Quizás con un punto de melancolía, si se contemplaba desde la distancia de unas cuantas décadas, pero sin otra concesión a la tristeza o la amargura.

Se me había olvidado que estaba tratando con Bergman, el maestro de la angustia existencial, de la erosión destructiva que causan en nuestras vidas la rutina y la cotidianeidad.

Pero vayamos por partes. Sommaren med Monika es un segundo hito en la carrera de este cineasta, tras haberse encontrado, a sí y a su estilo, en Somarlek (Juegos de verano, 1951). Gracias a Sommaren med Monika fue descubierto por la crítica internacional, que le reconoció como autor notable, quizás incluso maestro en ciernes. A mi entender, este reconocimiento por parte de la crítica joven, la agrupada en torno a los Cahiers du Cinéma, se debía a que en Sommaren med Monika eran identificables temas que luego la Nouvelle Vague adoptaría como estandartes propios. En concreto, la rebelión de dos jóvenes contra una sociedad asfixiante y su intento de huida de ese sistema, en forma de vagabundeo mientras dure el buen tiempo y el dinero. Todo ello filmado con especial libertad y sinceridad, tanto más rompedora y audaz si se considera lo que se estilaba en aquellos tiempos.

Sin embargo, ese viaje sin ataduras ni responsabilidades apenas ocupa un tercio del metraje del film. Es tan corto y frágil como el propio verano sueco - en la edición de Criterion señalan la fascinación Bergamaniana por el verano, escenario de casi todas sus películas -, y se halla enmarcado, aprisionado, se podría decir, por dos secciones en las que la vida urbana se muestra en toda su dureza. Una primera, en la que vemos como estos jóvenes, ella, de familia trabajadora sin recursos, él, de clase media venido a menos, se enfrentan a un futuro sin perspectivas, en el que les esperan largos días de trabajo agotador bajo patronos abusivos. La última, aún más desoladora puesto que ambos ya han probado el sabor de la libertad, ve como sus intentos por vivir en común fracasan ante el hastío de la convivencia y la dureza de sacar una familia adelante, con poco sueldo y aún menos tiempo para amarse.

Dos secciones, introducción y desenlace, que contrastan de manera radical con la central, ese idilio veraniego en completa libertad, sin compromisos, en apariencia ilimitado, haciendo que adquiera aún más resonancia, aún más importancia. La que marca una vida y que para nosotros, los crecidos en la abundancia y la comodidad, nos estará siempre vedada. Contraste y diferencia que Bergman subraya y acentúa rodando extremos y parte central con estilos completamente diferentes, al mismo tiempo que crea secciones de transición en las que paulatinamente se modifican la longitud, el contenido, la misma liz, de los planos. Se nos acostumbra así a sentir igual que sienten los personajes. A experimentar su mismo desánimo, sus mismas frustraciones.

Con esa intención, las secciones inicial y final están rodadas de forma claustrofóbica. Vemos, sentimos, que los ambientes en los que se mueven los personajes son angostos, que no se puede uno rebullir, que se convive en incómoda cercanía con otros. El cielo y la luz, además, son invisibles, como si su ausencia formase parte de una condena a la que han sido sometidos los personajes, para empeorar así su castigo. Sólo queda un recurso, una huida, aunque sea ilusoria y vana: el cine, el baile, el consuelo entre dos. En contraste, en toda la sección dedicada al fugaz verano predominan los espacios abiertos, la luz, los cielos, la inagotable variedad de los paisajes, del mar y las rocas. Los amantes, excepto cuando se pierden en sus juegos, están en medio de una naturaleza inmensa e inabarcable, que nunca les es hostil, sino que les acoge y protege en su seno.

De hecho, cuando llega el momento de volver a la civilización, porque se acaba el dinero y el combustible, Bergman lo marca tornando esa naturaleza benéfica en fría e inhóspita. Apagando la luz cegadora que iluminaba hasta entonces a esos amantes. Retorno a la sociedad, encarnada en la ciudad gris y sucia, al trabajo y a las obligaciones que ninguno acabará por aceptar y que les llevarán a la ruptura y la separación. Momento que Bergman, de manera magistral, señala con sendos primeros planos de cada uno de ellos, mirándonos directos a la cámara, como si esperasen de nosotros ayuda, respuesta, quizás sólo compresión.

Siendo una de estas miradas mediada a través de un espejo, como si existiera una barrera insuperable. No sólo hacia nosotros, el público, sus semejantes, sino en especial hacia un pasado del que ya sólo existe el recuerdo.

Nota: Los espejos son recurrentes en toda la obra de Bergman. Alguien tendría que escribir sobre su uso y simbología.


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