martes, 8 de enero de 2019

Al borde del apocalipsis (y V)

El programa (de rescate de los bancos americanos) escandalizó a muchos por el descaro con que se ayudaba a las empresas. Un grupo de más de doscientos economistas universitarios criticaron que se diese ese subsidio a los inversores a costa de los contribuyentes y Stiglitz lo calificó como «el gran atraco norteamericano» producto «del soborno y la corrupción«. Bernanke lo defiende como necesario para evitar el desplome; pero no deja de reconocer que algunos directivos de Wall Street debieron ir a la cárcel, «porque todo lo que falló o que era ilegal lo había hecho un individuo, no una entidad abstracta».

No se debe olvidar, por otra parte, que los mismos políticos que aprobaron el rescate de los bancos se negaron a votar un plan para extender los beneficios del subsidio de paro a ochocientos mil norteamericanos sin trabajo. Era un hecho que reflejaba la gran diferencia entre esta sociedad insolidaria y la Norteamérica del New Deal, donde Roosevelt se había preocupado más por las víctimas de la Gran Depresión que por los bancos.

La posibilidad de una reforma que regulase los mercados financieros hubo de desestimarse ante la feroz resistencia de los grandes bancos. Los directivos interrogados por la Financial Crisis Inquiry Commission sostenían que la crisis había sido un acontecimiento imprevisible, como un huracán o un terremoto, y que no tenía sentido pretender evitarlo con regulaciones. Deseaban seguir como hasta entonces y, para conseguirlo, invertían grandes sumas para influir en los políticos y en la opinión pública.

Josep Fontana, El siglo de la Revolución.

En entradas anteriores, ya les había señalado los principales defectos de una obra esencial, para entender la guerra fría, como es Por el el bien del imperio, del  Josep Fontana. De forma muy breve, el posicionamiento ideológico de este historiador, próximo al comunismo, le llevaba a disculpar de manera sistemática las acciones del antiguo bloque del este. Para él, el auténtico cáncer del mundo moderno son los EE.UU, en lo que tiene gran parte de razón, pero en cuya denuncia cometía graves errores de óptica. En concreto, dejar de lado los desarrollos históricos donde la superpotencia no era causa y motor relevante. Por ejemplo, los cambios socioeconómicos que llevaron a la quiebra del imperio soviético o las múltiples vías, fuera del apoyo estadounidense a los Muyahaidines afganos, que han hecho del islamismo la ideología casi dominante en los países de religión islámica.

En el caso de El siglo de la Revolución, estas carencias se ven empeoradas. No porque Fontana cargue las tintas en la maldad de los EE.UU, que lo hace, sino por falta de espacio para analizar en profundidad los hechos narrados. En Por el bien del imperio, se destinaban unas mil páginas para narrar el periodo 1945-2011; en esta otra obra, en comparación, sólo se cuenta con seiscientas cincuenta, un tercio menos, para describir el periodo 1914-2018, un tercio más largo. Es inevitable, por tanto, que ciertos hechos que se narraban in extenso en la primera obra, ahora queden reducidos a un apretado resumen. La coherencia y la unidad de la obra se ven así dañados, mientras que la historia de ciertas regiones periféricas, como por desgracia sigue siéndo África, se tornan un galimatías inextricable.


¿Qué se puede aprovechar del libro? Está claro que para la parte de la Guerra Fría estricta y las dos décadas posteriores es mejor referirse a Por el bien del imperio, donde la descripción es más detallada y se incluyen detalles poco conocidos o directamente silenciados en otras obras. Respecto al periodo 1914-1945, me temo que Fontana aporta más bien poco. La literatura sobre ese periodo, que abarca la Primera Guerra Mundial, la Revolución Rusa, la Gran Depresión, el ascenso de los fascismos y el Nazismo, el Estalinismo y la Segunda Guerra Mundial, es inmensa. Lo que hace Fontana es poco más que un resumen esquemático, donde se le cuelan ciertos errores y omisiones. 

Por ejemplo, si este historiador es dado a dar cifras con las víctimas, directas e indirectas, de las intervenciones americanas, se le olvida citar, aunque sea en aproximación, el numero de muertos en Ucrania por las hambrunas de la colectivización forzosa de los años 30. Cifra muy elevada, aterradora, aunque no tanto como pretenden los propagandistas de derechas, y que un historiador tan puntilloso como Timothy Snyder evalúa en unos tres millones. O el hecho de que al hablar del bombardeo de Dresde, Fontana utilice la vieja cifra propagada por Göbbels, el ministro de propaganda nazi, justo después del bombardeo. Los famosos 130.000 muertos, que recientes investigaciones han reducido a unos 30.000, más en consonancia con lo que era habitual en otros bombardeos convencionales, de unos pocos miles, y que iguala a la cifra de los tres días de  Feuersturm (tormenta de fuego) del verano del 43 en Hamburgo.

El interés del libro queda reducido, por tanto, a las décadas posteriores a la caída de la URSS, en este Brave New World que ha visto la quiebra de un supuesto fin de la historia bajo hegemonía americana, el ascenso imparable del islamismo, la consolidación de China como potencia alternativa y la destrucción del estado de bienestar en occidente durante la Gran Recesión de 2009. De estos aspectos, sin embargo, la fijación de Fontana por la maldad originaria  y universal de los EE.UU, nos priva de una mirada desde dentro a los procesos históricos extraeuropeos. Se disculpa así al islamismo, a pesar de su evidente oposición a las ideas de izquierdas, para ellos tan satánicas como las de los neocons estadounidadenes,  y se olvida la manera que ha aprovechado las intervenciones americanas para derribar y abolir los restos de laicismo que pervivían en el mundo árabe. Se evita señalar, asímismo, como el régimen chino ha devenido un sistema capitalista de partido único, en el que, como en los mismos EEUU, se compra a la población con promesas de enriquecimiento y bienestar. Si se es sumiso y obediente, por supuesto.

No obstante, Fontana acierta de pleno en su análisis de la Gran Recesión. Al contrario de la Gran Depresión de los 30, esta crisis mundial no ha llevado a la aplicación de forma general de medidas de protección social, sino a la eliminación de las pocas que había. Resulta inquietante, aterrador, que una crisis provocada por la falta de regulación, la negligencia de las entidades bancarias y la vista gorda de las autoridades, haya llevado a más desregulación, a recompensar a los culpables de la miseria de tantos y a mantener en el poder a quienes toleraron, con su connivencia interesada, estos desmanes.

Porque, al igual que en los años 30, y en contra de lo que pensaban las izquierdas y el mismo Fontanta, tan ingenuos ellos, no se ha producido una revuelta ni un repulsa popular. O si lo ha hecho ha sido en sentido contrario. Los tímidos movimientos de izquierda que surgieron en el 2011, el 15M, los Occupy/Ocupa, el 99er, enseguida se disolvieron en medio de sus contradicciones. En vez de ellos han tomado preponderancia soluciones cercanas al fascismo de antaño: ultranacionalistas, militaristas, tradicionalistas, xenófobas y racistas. Basadas en la defensa violenta de los derechos de un único grupo, claramente definido en términos de raza, lengua y religión, al cual deben someterse todos los demás o perecer. 

Soluciones que, como todas las de ultraderecha y los fascismos con los que se emparenta, se basan en un gran engaño. Esa protección que permitiría escapar de su destino a los pobres de cierta raza, religión, sexo y orientación sexual jamás se materializa. Los que se incrementarán sus fortunas serán los de siempre, los que ya lo eran, puesto que estos movimientos populistas no se construyen para defender a la población, aunque lo pretendan y la gente caiga en su trampa. Recordemos el partido de Jesús Gil, en los años 90, que no era otra cosa que una plataforma para defender los negocios sucios de ese individuo en Marbella.

¿Qué queda entonces? Me temo que soy pesimista. Hay algo podrido en la naturaleza humana, que nos lleva a ser felices, en medio de nuestras miserias, si vemos a otro pasarlas mucho peor y nos podemos reír de él. 

Y eso es de lo que se alimenta la ultraderecha y los fascisas


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