jueves, 3 de enero de 2019

Al borde del apocalipsis (y IV)

«El año 1988 - escribe Chernyaev - reveló que las reformas del mercado que se habían iniciado eran inadecuadas (e imposibles en esencia en la URSS). Las innovaciones iniciadas por Gobachov y el abandono de la economía de planificación estatal empeoraron abruptamente la situación económica y, a la vez, el clima psicológico del país». En estas circunstancias «el pluralismo de la opinión» adoptado por la intellligentsia y por los miembros del aparato, les permitió aprovechar la insatisfacción general con la política del perstroika y con el liderazgo de Gorbachov, y transformar la crítica de la «deformación del socialismo» y de la «desviación de Lenin» en una «condena total del marxismo-leninismo como ideología y teoría, y en el rechazo en general de un régimen socialista«. No iban a encontrar resistencia alguna por arriba, ya que, como afirmaba Chernyaev a comienzos de 1990 «M.S. [Gorbachov] no cree en ninguna ideología»

Josep Fontana, Por el bien del Imperio. Una historia del mundo desde 1945.

Sólo por su extensión y detalle, la historia de la Guerra Fría escrita por Josep Fontana es esencial a la hora de entender lo que supuso ese conflicto y sus múltiples ramificaciones. No obstante, como ya les comenté en una entrada anterior, no se halla exenta de defectos. El principal es que el posicionamiento político de este historiador, de claras simpatías comunistas, le lleva a exculpar, por sistema, las acciones realizadas por el bloque soviético, salvo, claro está, la paranoia asesina estalinista. Por ejemplo, a la hora de narrar el derrumbamiento de los sistemas comunistas en el este de Europa, insinúa que no fueron revoluciones populares, sino movimientos dirigidos desde arriba por las élites comunistas, que buscaban perpetuarse en el poder. Con éxito en muchos casos, como ocurrió, de forma paradójica, en la sangrienta rebelión que acabó con la dictadura de Ceaucescu en Rumanía.


En mi opinión, aunque Fontana tiene parte de razón,  no la tiene por entero, ya que menospreciar el resentimiento que las poblaciones del Este de Europa sentían por el comunismo, tal y como se había construido en sus países. Es cierto que los sectores más avispados y con menos escrúpulos de las élites maniobraron para seguir manejando los hilos del poder en los nuevos regímenes. Ahí tenemos a Yeltsin o a Putín, que de comunistas convencidos, miembro del Politburo y dirigente de la KGB, respectivamente, acabaron convertidos en adalides de una liberalización feroz y despiadada, acompañada por un nacionalismo belicista y excluyente. Sin embargo, los años de ciega represión estalinista, con ejecuciones de disidentes, detenciones arbitrarias de sospechosos y deportaciones masivas, no habían servido para granjearse el cariño de las poblaciones. Mucho menos cuando cualquier movimiento de reforma había sido aplastado sin piedad, ya fueran las revueltas del Berlín Oriental en 1953, la rebelíon húngara del 56, la primavera de Praga del 68, o la contestación de Solidaridad en los primeros 90. Y tantas y tantas otras que rebrotaban en cuanto la represión estatal comunista aflojaba un tanto.

Otra cosa muy distinta es que lo que quisieran las masas fuera un socialismo atenuado y plural, en vez del neoliberalismo sin ataduras que ha terminado por instaurarse en esos países. En los años que siguieron a la caída del comunismo, en especial en Rusia, todas las conquistas sociales que esos regímenes habían garantizado fueron abolidas, al mismo tiempo que sus economías entraban en una recesión sin precedentes, con amplios sectores de la población cayendo en la pobreza, mientras que otros se veían obligados a emigrar a Europa occidental. Convertidos allí en un nuevo proletariado, reducidos a chusma discriminada y despreciada, que a su vez servía para avivar en esos países de acogida un nuevo nacionalismo racista, que ahora ha alcanzado carta de legitimidad. 

Por si parte, en sus países de origen, se producía un saqueo del estado, que terminaba, por un precio irrisorio, en manos de especuladores sin escrúpulos. El caso peor, de nuevo, fue en Rusia, pero es aplicable a cualquiera de los países del Este. Asímismo, este desmantelamiento del estado fue acompañado por una drástica reducción de los derechos de los trabajadores y de la sociedad, en aras de unos ideales neoliberales que sólo favorecían a los nuevos ricos, en demasiadas ocasiones antiguos miembros de las élites comunistas. El caso más notorio es el del sindicato Solidaridad, fuerza capaz de hacer temblar a un régimen como el comunista polaco, tan proclive a la represión sangrienta, pero que desapareció en apenas unos años tras la caída de sus enemigo. Basto con privatizar los astilleros de Gdansk, declararlos en quiebra y cerrarlos definitivamente. Eso,y ofrecer como ideología substitutiva un nacionalismo xenófobo que cargaba las culpas en los enemigos de la patria, que no es de extrañar haya alcanzado tanto predicamento en países como Polonia o Hungría.

Dejando esto a un lado, un punto en el que coincido por entero con Fontana es en su valoración sobre las causas que llevaron al derrumbamiento del comunismo. Ya les había comentado antes que nadie, excepto los neocons más fanáticos, apoya ya la versión según la cual la firmeza de Reagan frente a la URSS, acompañada por el oneroso coste que supuso para el bloque soviético el encontrar contramedidas efectivas contra la SDI, la iniciativa de defensa estratégica contra misiles balísticos, les llevó al borde del derrumbe económico. De él sólo pudieron escapar con concesiones políticas, que acabaron volviéndose en contra suya y provocando esa misma quiebra política que se quería evitar. Se olvida, en esta versión, que un régimen como el Chino supo navegar esas aguas turbulentas y, con una mezcla de palo político y zanahoria económica, transformarse en un sistema capitalista de partido único, además de aspirante a primera potencia mundial en este siglo.

Se olvida también que el periodo de mayor intransigencia de Reagan, coincidente con su primer mandato en 1981-1984, apenas melló el régimen soviético, aunque éste estaba dirigido por enfermos terminales, Brezhnev, Andropov y Chernenko, sin apenas capacidad para tomar decisiones transcendentes, con lo que la URSS funcionó en esos años en piloto automático. Fue cuando Reagan se avino a negociar y Gorbachev lanzó su ambicioso programa de reformas, cuando todo se aceleró, lo imposible devinó posible y el sistema soviético, tan solido y duradero apenas unos años antes, se derrumbó como un castillo de naipes.

La responsabilidad de la catástrofe recae en exclusiva en Gorbachov, aunque esta conclusión no guste a aquéllos que consideran que el curso de la historia no está gobernado por personalidades. Tengo la impresión de que el dirigente soviético, con las mejores intenciones, no sabía muy bien lo que estaba haciendo y desató fuerzas que luego no supo controlar. Su contención ante el uso de la fuerza militar, unida a su negativa a intervenir en los países del Pacto de Varsovia, dejó inermes a los regímenes comunistas, sólos frente a la ira de sus poblaciones. Esa misma libertad de decisión sobre su destino no pudo ser negada luego a las propias repúblicas soviéticas, lo que aprovecharon los países bálticos para reclamar su independencia perdida, provocando de rebote, un nacionalismo reflejo en la república rusa. Esa circunstancia fue aprovechada por Yeltsin para elevarse a lo más alto del poder de esa república e insubordinarse frente a Gorbachov, cuya autoridad no reconocía.

En ese contexto, además, se había producido el fracaso de las reformas económicas de Gorbachov, que sólo habían servido para desarticular la economía, llevando a que perdiera la confianza de una  población abocada a la pobreza. Aún entonces, en el verano del 91, no todo estaba perdido, como demostró un referendum en la URSS en la que las poblaciones de las repúblicas, fuera de las bálticas, se mostraban a favor de mantener la unión. Sin embargo, el golpe de agosto vino a dar con todo al traste. La incompetencia de los golpistas, miembros de la gerontocracia comunista, lo hizo fracasar  antes incluso de que se organizara una oposición en contra. La detención de Gorbachov dejó a Yeltsin como única autoridad legítima en Rusa, oportunidad que aprovechó con brillantez para hacerse con los resortes del poder y atribuirse la gloria de haber detenido el golpe de estado. Así, cuando Gorbachov fue puesto en libertad se encontró presidentede una URSS que ya no tenía ningún poder efectivo, no quedándole otro remedio que dimitir y decretar su disolución.

¿El resultado? Una década perdidad para esos países, cuyo nivel de vida cayó por debajo de los niveles de tiempos comunistas y que vieron como eran saqueados por especuladores sin escrúpulos. Pero eso es otra historia y merecería una entrada por sí sola.


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