Les confieso: tenía cierto temor a revisar la obra de Ingmar Bergman, en especial a su primera parte. Mis aprensiones provenían del tener que cruzar casi 12 películas, en la compilación de la editora norteamerican Criterion, hasta llegar al primer film que recordaba haber visto, el mítico
Det sjunde inseglet (El Séptimo sello, 1957). Temía verme obligado a cruzar un páramo árido e inacabable, como si fuera un peregrino en penitencia, hasta llegar al fin al destino anhelado... para allí darme cuenta que las asperezas de la ruta me habían robado la ilusión. Encontrarme, en definitiva, incapaz de gustar y apreciar la belleza que me arrebató en el pasado.
No ha ocurrido así, por fortuna. Si vienen leyendo estas notas habrán podido constatar mi creciente entusiasmo a medida que iba viendo película tras película. Salvo la primera, sin interés alguno, enseguida fue evidente que el joven Bergman iba absorbiendo las más variadas influencias para adaptarlas a su propio sentir. Llegado cierto punto, era innegable que había encontrado su propia voz, mientras que a partir de Sommarlek (Juegos de verano, 1951) nos hallábamos frente a un director con un universo propio y en plena posesión de sus recursos formales. Los que le permitían conseguir que sus obsesiones personales resonasen en un público desconocido, con muy otras apetencias.
Gycklarnas afton (Noche de Circo, 1953) es otro ejemplo magnífico de esa primera madurez antes del estallido de genialidad que supusieron sus dos obras maestras de 1957, la ya citada Det sjunde inseglet y Smultronstället (Fresasc silvestres, 1957). Lo más notable en Gycklarnas afton no es tanto el dolorido desengaño que se trasluce a lo largo de su metraje, sino el modo en que Bergman lo plasma en imágenes y, más importante aún, como comienza a complicar sud planos, buscando escapar de sus propios límites, para hallar nuevas maneras de expresar aquéllo que ya sabía decir a la perfección.
Vamos a ampliar esto último. Sólo la historia ya haría interesante esta película, pero sin el modo en que Bergman la plasma no llegaría ser lo que es: una obra sobresaliente, casi maestra. En ella, aparecen constantes que una y otra vez se repetirán en su cine, como el efecto devastador de las relaciones de pareja, la manera en que nos complacemos en humillar a los demás, o la imposibilidad de huir de nuestras circunstancias para ser plenos, de manera que acabamos siendo prisioneros de nosotros mismos, a la vez complacidos y resentidos. Todo ello, en el marco de un circo que sabemos al borde de la ruina económica, del cuál todos quieren escapar y cuyos miembros son despreciados por la gente respetable. Incluso por colegas de profesión un poco más favorecidos, como la compañía de teatro ambulante con la que se cruzan.
Pero esa profundidad temática se quedaría nada sin la mirada de Bergman, sostenida, por vez primera, por el magnífico director de fotografía Sven Nyquist. En cierto momento, para mostrar los desesos de huida de uno de los integrantes del circo, así como su fascinación por el mundo del teatro, para ella más elevado y noble, veremos quedarse a solas a este personaje sobre el escenario de un teatro donde acaba de tener un ensayo. Lugar donde, además, se está retirando el decorado y apagando luces y candilejas, muestra aún más clara de su imposibilidad de dar el salto a ese universo solado, puesto que no pertenece él, nunca lo hará, y sólo se halla allí por mera casualidad.
Un poco más tarde, el juego cruel entre dos personajes, en el que la pulsión sexual se entremezcla con el deseo de humillación y dominación, se plasmará colocando a uno de ellos, el que pretende enredar y engañar, compartiendo plano con el otro, sólo que reflejado en un espejo, esos objetos tan queridos por Bergman. Composición que evoca el profundo abismo infranqueable que separa a ambos personajes, así como el ánimo doloso de uno de ellos, señalado tanto por la falsedad inherente a todo espejo, como por el hecho de que ese personaje permanece inmóvil e imperturbable, como araña al acecho. Símil, el de la caza, que se ve reforzado porque el objeto con que tienta y finalmente convence es mostrado desenfocado, como algo ilusorio e inalcanzable, aun más apetecible por su inmaterialidad.
O, para terminar, la magnífica escena, arriba ilustrada, en la que uno de los miembros del circo, sintiendo ya el peso de la edad, quiere volver con su mujer y abandonar definitivamente su vida errante. Sólo para encontrar una rotunda negativa, puesto que su cónyuge, en su ausencia, ha alcanzado una paz interior a la que no está dispuesto a renunciar. Escena en la que, aunque ambos siempre están en plano, su separación queda patente al dar la espalda uno de ellos, de forma deliberada y continua, al otro, mientras que cuando al fín se contemplan de hito a hito, es cuándo Bergman expulsa a uno de ellos del plano. Sin contemplación alguna. Para demostrar así la firmeza y resolución del otro.
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