martes, 30 de octubre de 2018

De mis soledades voy, a mis soledades vengo


 

No me canso de repetirlo: la labor que la Fundación Mapfre está realizando con sus exposiciones de fotografía es ejemplar. Para los que admiramos la fotografía, pero su historia nos es similar a una terra incognita, la labor pedagógica de este institución nos permite descubrir paisajes insospechados. De belleza e importancia que poco tienen que deber a las otras artes mayores.

La última de estas muestras es la dedicada a Humberto Rivas, fotógrafo argentino radicado en España. Su estilo se puede definir en un par de frases, tan escuetas que podría pensarse en un artista que descubrió un truco, allá en sus inicios, y los ha repetido hasta la saciedad. Sin embargo, lo que lo distingue del meteoro fugaz es un rigor obsesivo que le llevó a apurar esos temas, esas soluciones estéticas, hasta sus últimas consecuencias. Superando sus límites cuando esa tarea parecía imposible, estéril. Para abrir esos nuevos horizontes a los que antes me refería.

¿Y cuáles son esos temas? Dos, claramente definidos y delimitados. Por un lado fotografías de paisajes urbanos, por otro retratos de personas cualesquiera. Temas manidos, ya viejos en los inicios de la fotografía. pero que Rivas desplaza hasta situarlos en los márgenes, en una zona de penumbra que produce incomodidad, desazón, en el espectador.

Respecto a los paisajes, la mención a los márgenes es literal. Rivas parece, parecía, dado que ya  falleció, embarcado en una exploración de los paisajes urbanos que le llevaba a los lugares donde ka ciudad dejaba de ser. Una perdida de sentido  e identidad que se traducía en el abandono, la desidia, la decadencia y la ruina de calles y edificios. Sus fotos inmortalizan así tiendas cerradas, con los cristales pintados de negro, que desconocemos cuanto tiempo llevan así o si volverán a ser habitadas algún día. Esquinas desconchadas, de pavimento desigual, que quien sabe hace cuanto no fueron transitadas, si es que alguna vez lo fueron. Callejuelas sin salida, rincones urbanos olvidados, a los que la ciudad, los edificios que la forman y los habitantes que las pueblan le dan espalda. Habitaciones donde la luz no se atreve a entrar y cuyas paredes son tan obscuras como la misma nada.

Espacios inhospitos de los que la figura humana ha sido desterrada. Bien porque nadie ose ya cruzar aquellos parajes desolados, tornados peligrosos por las ausencias; bien porque seamos nosotros los desaparecidos,  los erradicados , de quienes sólo quede el recuerdo de nuestras ruinas.

Las voluntarias y las acaecidas. 



La figura humana es, en oposición paradójica, la otra gran vertiente de su obra. Foto tras foto de personas, conocidos y desconocidos para el fotógrafo, completos extraños para los espectadores, que siempre mantienen la misma pose. Tan anodina y vulgar como las instantáneas sacadas por un fotomatón. Y sin embargo, o quizás por ello, inquietantes, estremecedoras. Turbadoras en su frontalidad, su hieratismo. 


Acaso por su tamaño igual al natural, que torna su extrema cercanía a la cámara, al espectador, en incomodidad insoportable. Puede que porque esas miradas fijas, que nos contemplan de hito en hito, hayan dejado de vernos, nos traspasen como si fuéramos fantasmas. Presencias en trance de desvanecerse, tan frágiles y etéreas como esos rostros que nos contemplan, en su mayoría ya desaparecidos, que nunca podremos encontrar por la calle, ni ansiar que nos devuelvan la mirada.

Ojos abiertos de par en par, en cuyas pupilas no encontramos nuestro reflejo.

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