martes, 23 de octubre de 2018

Retornos, encuentros, tópicos

Theo van Rysselberghe

En la fundación Mapfre se ha abierto, hace poco, una exposición de nombre Redescubriendo el Mediterráneo, que se propone explorar las relaciones entre el arte contemporáneo, o mejor dicho, las vanguardias históricas, y ese mar, antaño origen, centro y núcleo de la cultura occidental. Un tema de gran interés, por lo que les señalaré a continuación, pero que al que en esta plasmación expositiva le encuentro varios peros. Tanto a lo que se puede ver en ella como al modo en que está enfocado.

Se habla, en primer lugar, de redescubrir. Sin embargo, el viaje al sur, desde el norte, es uno de los temas centrales del arte y la cultura occidental, al menos desde el siglo XVIII. Los nobles primero, los burgueses adinerados más tarde, viajaban hacia el sur para encontrarse con los restos arquitectónicos y escultóricos de las culturas clásicas, cuyos testimonios literarios habían estudiado en el colegio y la universidad, como marca y sello de la persona auténticamente culta y refinada. El pintor, además, marchaba en busca de una luz que le estaba negada en los climas del norte, siempre encapotados, un encuentro determinante del que había de derivarse el descubrimiento de un color de fiereza insospechada, intolerable por su ardor en países donde el pudor y el recato, incluso el puritanismo, eran obligados e impuestos.

En esas apreciaciones de los viajeros nórdicos había mucho de ese exotismo que impide ver la realidad de las sociedades que se visitan, y que puede reconocerse aún en la manera en que nosotros, los europeos, contemplamos el norte de África, la India o el Extremo Oriente. Países y gentes de sentimientos extremos, donde la violencia puede estallar a cada instante, así como de sensualidad devoradora, de exquisito refinamiento rayano en el ideal soñado, pero también atrapados en un pasado barbárico del cual no pueden liberarse y seguramente no quieren desprenderse. Etiquetas que todo español recordará se aplicaban a nuestro país en el siglo XIX, casi hasta mediados del XX, pero que nosotros nos hemos habituado, a nuestra vez, a aplicar a nuestros vecinos del sur y los de mucho más lejos.

Superpuesta a esta imagen hay otra mucho más reciente y más limitada temporalmente, en concreto al periodo de entreguerras de las décadas de 1920/1930. Se trata del Mediterráneo como utopía, lugar donde restaurar/instaurar un mundo recreado/renovado, a plena luz y bajo un cielo siempre azul, donde se aúne lo mejor de la antigüedad clásica y los ideales de paz, justicia y libertad de las revoluciones del XVIII. Un ámbito donde entregarse al placer es necesario y obligado, sin fin previsto ni temido, y dónde la naturaleza ha perdido el estigma de pecado que el cristianismo le atribuía, para tornar inocente, digno de ser practicado a la luz del día, ante todos, esas acciones que solemos ocultar vergonzosos, reservar para la obscuridad de la noche. Un mundo nuevo, en calma, deleitable y luminoso, que Picasso y Matisse supieron representar a la perfección. Como si fuera real y tangible, presente y contemporáneo.


Carlo Carra

En esas visiones, en esos sueños y fantasmagorías, suele haber un gran ausente: los habitantes del lugar, sus ansias y aspiraciones. Mientras los extranjeros bajaban a esos países del sur a extasiarse frente a sus paisajes impolutos, sus obras de arte majestuosas, admirando como esas gentes humildes, inocentes e incultas, habían sabido mantenerse al margen del progreso, sin dejarse contaminar por él, los nativos, o al menos los que tenían el coraje y los recursos, huían de allí. Para librarse de miserias y pobreza, de la sempiterna hambre y la no menos perenne opresión, en busca de los beneficios y ventajas de esa civilización decadente y degradada de la que los nórdicos huían. La tierra natal mediterránea, era adusta, severa e ingrata para sus hijos, una auténtica madrastra, a la que sólo se podía volver a amar desde la lejanía.

Ese frío, ese abandono, es el que se siente en los paisajes de Carlo Carrá, como el que mostrado un poco más arriba, vacíos de la presencia humana, inhospitos y hoscos, de los que se pueden varios en la exposición y que quizás constituyen su mayor sorpresa. No tanto por su calidad, que es altísima, sino por el claro contraste con lo que le rodea y lo que se ha visto antes de llegar a ella, esa luz y ese color descubierto por los nórdicos, de lo que un ejemplo perfecto sería el cuadro de Rysselberghe con el que he abierto esta entrada.

De ahí mi primer pero. Encuentro que la exposición debería haberse abierto con estos dos cuadros, como oposición y contraste irreconciliables, frente la visión y la experiencia de un mismo mar. Entre quien viene de visita y puede disfrutar de su belleza sin preocupaciones, sabiendo que no deberá sobrevivir allí, y quien debe permanecer en esos parajes, le guste o no, tanto en los días de abrumadora belleza como en los de aterradora fealdad, que al final acaban superando y aniquilando a aquéllos.

Ocasión ciertamente perdida y yo diría que siendo plenamente consciente, puesto que la exposición se abre con un claro cebo para el gran público: Sorolla y los redescubiertos neocentistas, de repente elevados a grandes impulsores de la modernidad y la vanguardia. Cierto es que su pintura es muy atractiva, en especial para un publico acostumbrado desde niño al impresionismo,  e incluso se ve reforzado en casos particulares ,como Sorolla, cuya pintura se centra en temas muy cercanos a una sociedad para la que ir a la playa los veranos es algo normal. Sin embargo, nunca hay que olvidar que estos pintores no fueron precursores ni muchos menos revolucionarios, sino que iban a remolque de lo aceptado socialmente, como muestra a las claras una somera comparación de las fechas de sus cuadros con las de los pintores en los que se inspiraban.

Fuera de esta cita ibérica, metida un poco con calzador, el resto de la muestra queda un tanto insulsa. De nuevo, no es que no haya cuadros magníficos, auténticas obras maestras en la trayectoria de los pintores representados, sino que le falta chispa. Carece de ese atrevimiento y esa audacia, esa pertinencia y tino que destacan a una exposición y la tornan memorable. 

Una pena, porque el tema elegido y sus repercusiones habrían dado para mucho más.

Anglada Camarasa







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