Ya les había comentado lo chocante que me resultaba toparme con un Kieslowski político, eminentemente realista, centrado en el documental puro o en la ficción cuasidocumental, de acabado sucio, torpe y descuidado, en comparación con un director que, en su etapa final, se caracterizaba por su preciosismo y perfeccionismo, por los estuches lujosos para historias que abordaban complejos problemas éticos, a menudo irresolubles. La pregunta era obvia, ¿cuándo se produjo el cambio? ¿Y por qué?
El porqué lo fui descubriendo en los muchos documentales que acompañaban a la edición en BR de Dekalog (Decálogo, 1987). La aceleración del cambio político a finales de los setenta, con el ascenso del sindicato Solidaridad, seguido por el hachazo a esas aspiraciones que supuso el autogolpe del General Jaruzelski y el recrudecimiento consiguiente de la represión y la censura, repercutió en Kieslowski en forma de profundo desengaño. Tras el golpe, sus películas se fueron apartando cada vez más más del cine social y de denuncia, incluso de un realismo que retratase con fidelidad una realidad concreta, para volverse atemporales y universales. Una transformación que se alcanzó, por primera vez, con la citada Dekalog, pero que había comenzado años antes e incluso, con ciertas reservas, podría decirse que siempre estuvo allí, latente, dispuesta a manifestarse en cuanto tuviera ocasión, en forma de cierto desapego y escepticismo hacía todos los miembros de la sociedad polaca, tanto oprimidos como opresores.
El punto de inflexión, para los estudiosos del cine de Kievsloksi, está en Amator (El aficionado), película de 1979 que, si se analiza superficialmente, puede considerarse como otro film más de denuncia política al socaire del deshielo propiciado por Solidaridad. En este caso, se narra el destino de un aficionado a la cinematografía, cuyo compromiso artístico inquebrantable le va a poner en trayectoria de colisión con los organismos del partido. De modo similar a lo que ocurría, esta vez entre profesionales de la televisión, en una cinta capital en la cinematografía polaca: Człowiek z marmuru (El hombre de mármol, 1976) de Andrzej Wajda. Sin embargo, en esta otra obra estaba muy claro quienes eran los buenos y quienes eran los malos, quienes los idealistas y quienes los aprovechados, así como que era necesaria una lucha valiente e incasable para lograr el advenimiento de un sistema político mejor, combate encarnado a la perfección por la protagonista de la cinta, la magnífica Krystina Janda. Distinciones tajantes que en la película de Kieslovski están casi ausentes. Nada en ella es completamente blanco o negro, puro o sucio, culpable o inocente, sino que nos movemos en una ambigüedad permanente. Asfixiante en su omnipresencia.
El protagonista de Amator no es ningún activista político y, si al final llega a serlo en parte, es sólo a destiempo, empujado por circunstancias que se escapan a su control. Su ambición inicial era documentar el crecimiento de su hija e incluso, hasta muy avanzada la cinta, sólo pretendía registrar la vida cotidiana, tal y como la veía en su entorno. Es esa obsesión por la sinceridad, por ser honesto consigo mismo, la que desencadenará el drama y nos llevará a una conclusión un tanto cínica y ciertamente desesperanzada: que toda integridad, toda persecución a ultranza de un sueño tiene el efecto de esparcir el dolor entre las personas que te rodean, en especial las más cercanas. No porque el sistema esté podrido y se defienda contra los que denuncian sus miserias, que también, sino porque ninguna acción es inocente, ni siquiera las mejor intencionadas, las animadas por los mejores ideales. El bien siempre se transforma en mal, los logros en fracasos, el triunfo en derrota, como si un invisible equilibrio cósmico necesitase ser restaurado en todo momento.
Amator se revela así como una reflexión sobre el arte cinematográfico, su (in)utilidad y su influencia sobre el mundo, que adivinamos limitada y torpe, dados los muchos intereses que se cruzan en su camino. Meditación, de igual manera, de Kieslovski sobre sí mismo y su trabajo, insinuada por la aparición el director Krysztof Zanussi, codirector con Kieslowski del estudio TOR, actuando como sí mismo, pero en especial porque, al igual que el protagonista, Kieslowski había comenzado como documentalista puro, de los que creen poder hacernos ver el mundo de forma nueva y, con esa revelación, incitarnos a cambiar el mundo. El protagonista de Amator es, por tanto, el alter ego de Kieslovski, su fe, ilusión y entrega las mismas de este director al inicio de su carrera. Ideales arrebatadores que, lo sabemos ahora, habían comenzado a resquebrajarse y que le llevarían a ese giro radical en su carrera, no provocado por la condiciones políticas, pero si catalizado por estas.
Regido y motivado por transformaciones internas, de igual categoría que las que aquejan a al protagonista de la película. La imposibilidad de que el cine llegue a transformar la sociedad, la certeza dolorosa de que produce mal y bien a partes iguales, demasiadas veces dañando a quienes se pretende defender. La revelación, por último, de que el único camino válido y cierto es el uno propio, aunque lleve a la soledad y al aislamiento, a la incomprensión y el desprecio.
Como habría de ocurrir a Kieslovski en los años que median entre Amator y Dekalog.
El punto de inflexión, para los estudiosos del cine de Kievsloksi, está en Amator (El aficionado), película de 1979 que, si se analiza superficialmente, puede considerarse como otro film más de denuncia política al socaire del deshielo propiciado por Solidaridad. En este caso, se narra el destino de un aficionado a la cinematografía, cuyo compromiso artístico inquebrantable le va a poner en trayectoria de colisión con los organismos del partido. De modo similar a lo que ocurría, esta vez entre profesionales de la televisión, en una cinta capital en la cinematografía polaca: Człowiek z marmuru (El hombre de mármol, 1976) de Andrzej Wajda. Sin embargo, en esta otra obra estaba muy claro quienes eran los buenos y quienes eran los malos, quienes los idealistas y quienes los aprovechados, así como que era necesaria una lucha valiente e incasable para lograr el advenimiento de un sistema político mejor, combate encarnado a la perfección por la protagonista de la cinta, la magnífica Krystina Janda. Distinciones tajantes que en la película de Kieslovski están casi ausentes. Nada en ella es completamente blanco o negro, puro o sucio, culpable o inocente, sino que nos movemos en una ambigüedad permanente. Asfixiante en su omnipresencia.
El protagonista de Amator no es ningún activista político y, si al final llega a serlo en parte, es sólo a destiempo, empujado por circunstancias que se escapan a su control. Su ambición inicial era documentar el crecimiento de su hija e incluso, hasta muy avanzada la cinta, sólo pretendía registrar la vida cotidiana, tal y como la veía en su entorno. Es esa obsesión por la sinceridad, por ser honesto consigo mismo, la que desencadenará el drama y nos llevará a una conclusión un tanto cínica y ciertamente desesperanzada: que toda integridad, toda persecución a ultranza de un sueño tiene el efecto de esparcir el dolor entre las personas que te rodean, en especial las más cercanas. No porque el sistema esté podrido y se defienda contra los que denuncian sus miserias, que también, sino porque ninguna acción es inocente, ni siquiera las mejor intencionadas, las animadas por los mejores ideales. El bien siempre se transforma en mal, los logros en fracasos, el triunfo en derrota, como si un invisible equilibrio cósmico necesitase ser restaurado en todo momento.
Amator se revela así como una reflexión sobre el arte cinematográfico, su (in)utilidad y su influencia sobre el mundo, que adivinamos limitada y torpe, dados los muchos intereses que se cruzan en su camino. Meditación, de igual manera, de Kieslovski sobre sí mismo y su trabajo, insinuada por la aparición el director Krysztof Zanussi, codirector con Kieslowski del estudio TOR, actuando como sí mismo, pero en especial porque, al igual que el protagonista, Kieslowski había comenzado como documentalista puro, de los que creen poder hacernos ver el mundo de forma nueva y, con esa revelación, incitarnos a cambiar el mundo. El protagonista de Amator es, por tanto, el alter ego de Kieslovski, su fe, ilusión y entrega las mismas de este director al inicio de su carrera. Ideales arrebatadores que, lo sabemos ahora, habían comenzado a resquebrajarse y que le llevarían a ese giro radical en su carrera, no provocado por la condiciones políticas, pero si catalizado por estas.
Regido y motivado por transformaciones internas, de igual categoría que las que aquejan a al protagonista de la película. La imposibilidad de que el cine llegue a transformar la sociedad, la certeza dolorosa de que produce mal y bien a partes iguales, demasiadas veces dañando a quienes se pretende defender. La revelación, por último, de que el único camino válido y cierto es el uno propio, aunque lleve a la soledad y al aislamiento, a la incomprensión y el desprecio.
Como habría de ocurrir a Kieslovski en los años que median entre Amator y Dekalog.
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