martes, 16 de octubre de 2018

Aledaños


En el palacio de Gaviria se acaba de abrir, a bombo y platillo, una amplia exposición dedicada a la pintora Tamara de Lempicka. Sin embargo, a pesar de la expectación que la precedía y la mucha publicidad que se le está haciendo, anuncios gigantes en el metro incluidos, les debo decir que me ha dejado bastante frío. Le falta algo y ese algo es muy concreto: más obras representativas de la propia pintora.

Pero antes de entrar en materia, una pequeña introducción personal. Desde muy joven, el nombre de Lempicka me producía especial fascinación. Durante muchos años, la única obra suya que conocía era la que abre esta entrada y esto únicamente porque aparecía en unos anuncios de libros carísimos de arte, destinados a conaisseurs exquisitos y de refinamiento extremo... y con espuertas de dinero que gastar. Esos libros y esa pintura tenían para mí consideración de objetos inalcanzables, prohibidos, ajenos a mi realidad personal. Proscripción a la que se unía una promesa de libertad, la de los autos y las mujeres independientes, aún más atrayente en un mundo en que el machismo era presencia cotidiana, que se aunaba con insinuaciones de placeres desconocidos, extremados en su goce, como ocurría cierto tipo de literatura coetánea con la pintora y también perteneciente al ámbito de lo cuchicheado y susurrado, pero ansiado en su secreto y misterio. Me refiero a los relatos de la bohemia parisina realizados por Henry Miller, famosos por la libertad sexual que en ellos reinaba, tan subyugante en tiempos pasados de prohibición, sanción y hambre.


Quizás ahí radica mi decepción, puesto que en la exposición poco queda de esa aura de pecado ansiado, de seducción irresistible, que mis fantasías asociaban a esa mujer y a su pintura. Cierto que en la muestra se hace referencia a la vida "alegre" y "escandalosa" de esta mujer, que tuvo amantes de ambos sexo, que no se avergonzaba de ello y que presumía de sus preferencias. Más aún, lo reflejaba en su pintura, dando incluso la vuelta a los apelativos con que la sociedad de su tiempo se refería a estos ambientes bohemios y marginales, como el eufemismo de "amazonas" con que se denotaban a las lesbianas. Por supuesto, estas cuestiones de identidad sexual son temas privados que no deberíam distraernos de la obra de un artista, ni mucho menos determinar nuestra opinión, a menos que constituyeran el tema central de su obra, caso de la búsqueda en pos de una identidad propia que realizó la fotógrafa surrealista Claude Cahun. 

No es que la exposición intente ocultar este lado escabroso y escandaloso de la pintora. Formaba parte de su imagen pública y del modo en que anunciaba su obra. Mejor dicho, de lo que todo espectador avisado ya sabía que iba a encontrar y esperaba hallar. Sin embargo, la exposición prefiere adentrarse por otros caminos menos polémicos, más apropiados para atraer grandes multitudes. Porque, y ése es su mayor defecto, la exposición no es realmente una muestra de Lempicka, sino que la utiliza como excusa para reivindicar un estilo, el Art Deco, hasta hace poco considerado marginal en la historia del arte de las vanguardias, pero que recientes muestras han empezado a calificar como central, de mayor calado y repercusión que tantos ismos efímeros, vociferantes y estériles que nadie recuerda, mucho menos admira.

De ahí que la exposición se fije, y nos haga reparar, en el mundo de lujo y comodidad que está mujer había construido a su alrededor, acumulando muebles, piezas de decoración, vestidos, sombreros, zapatos, cuyos originales de época se muestran en las salas. Lo que no está mal, en principio, ya que esos objetos de uso cotidiano, pensados para durar unas pocas temporadas, también forman parte  integral de la cultura de una época, tanto o más que los objetos preciosos expuestos en los museos. Así nos lo recuerda, a cada instante, la máquina del tiempo que es el cine, retrotrayéndonos a un tiempo ya desaparecido, pero cuyos constituyentes aún pueden ser contemplados, percibidos en su volumen y materialidad. Tal y como en esta ocasión.

La muestra acierta, por tanto, en reconstruir ese ambiente de lujo y voluptuosidad que rodeaba a Lempicka, pero también se equivoca en subrayarlo en demasía. Nos aleja de la pintora, de poder  identificar de lo que convertía a su obra en única, derivando en otro intento más de entronización del Art Deco.  Mucho peor, la aisla. En la exposición, su obra, reducida a flor rara, a excepción, queda separada de todo el riquísimo ambiente cultural del París de los años veinte, del que no se hace referencia alguna. Y no es algo que se pueda dejar de lado así como así, si consideramos que se hallaba escindido entre las muchos retornos neoclásicos de los primeros maestros vanguardistas, y el agit-prop de la segunda generación, los abstractos y los surrealistas.

Oposiciones y posicionamientos de los que no se nos dice nada. Ni por supuesto que pensaría Lempicka o donde se colocaría Lempicka. Aunque es fácil intuirlo, al ser cultivadora de un realismo con fuertes influencias cubistas. Una fertilización que dotaría a su pintura de lo que me gusta llamar "belleza metálica" y que en sus mejores muestras es ciertamente fascinante.

Como la pintura que abre esta entrada y que, les aviso, no está en esta exposición.


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