Aviso: las imágenes que siguen son de especial dureza, prosigan bajo su propia responsabilidad
La escena que acaban de ver, perteneciente a German Concentration Camps Factual Survey (Estudio objetivo de los campos de concentración alemanes), documental dirigido por Sidney J. Berstein en 1945, necesita ser explicada para comprenderla en toda su descarnada extensión.
En las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, los soldados de las SS a cargo de los campos de concentración decidieron en demasiadas ocasiones deshacerse de los prisioneros a su cargo. Bien para que no quedasen incómodos testigos que pudiesen incriminarles, bien porque simplemente quisiesen librarse de esa embarazosa carga que les impedía huir y esconderse. Con mucha frecuencia, esas matanzas improvisadas, incluso quemando vivos a los prisioneros, tenían lugar a escasas horas de la llegada de las tropas aliadas. Éstas, normalmente desconocedoras de tales atrocidades, incluso ajenas a la mera idea de que pudieran producirse, sufrían tal choque emocional que se ordenaba a las poblaciones de los lugares vecinos a desfilar frente a los muertos. Para que cobrasen conciencia de los que habían tolerado con su apoyo al nazismo y a Hitler. Aunque sólo hubiera sido con su silencio y su cobardía.
La película, con su sucesión de escenas de los campos, tomadas in situ, en directo, apenas liberados tantos lugares de la infamia, se puede considerar como una traducción cinematográfica de ese impulso justiciero. En la concepción de su director, no se trataba tanto de dar testimonio para una posteridad lejana, para la que estos hechos podrían parecer inconcebibles, sino de obligar a ver a sus contemporáneos. De forzar a toda una generación de alemanes, la que toleró el nazismo, via la proyección masiva de este documental, a admitir la inmensidad de los crímenes cometidos por su gobierno, de la abyección en la que se habían complacido y consentido, fuera de todas las normas, de todas las reglas conocidas por la humanidad.
Ese mismo rigor inquebrantable perjudicó a la película. Cuando, a principios de 1946, ésta estaba ya casi terminada, el propio gobierno británico decidió archivarla. El objetivo político principal ya no era mostrar a los alemanes el horror del nazismo, ni lo insondable de sus atrocidades. Ahora, la prioridad era reconstruir Alemania, convertirla en un aliado del previsible conflicto entre Occidente y la URSS, que luego sería conocida como guerra fría. La prohibición fue tan estricta, el olvido tan completo, que sólo en la década de 1980 la película volvería ser descubierta y a resurgir, aunque en forma incompleta, con el nombre Memory of the Camps. Hubo que esperar hasta este siglo, para que el Imperial War Museum se embarcase en una cuidadosa restauración, que permitiese ver lo que había sido hurtado al público durante largos años.
No es que su contenido fuera desconocido. Algunas escenas, algunas fotografías, siempre estuvieron presentes en los libros de historia, otras formaban parte de ese documental único que fue The World at War (El mundo en guerra, 1973, Jeremy Isaacs), de manera que terminaron por formar parte de una memoria colectiva del holocausto. Tal era el caso de los muertos vivientes que poblaban el campo de Bergen Belsen a la llegada de los aliados o de las excavadoras que apilaban cientos de muertos para enterrarlos. O de los hornos crematorios de Majdanek o las pilas de cabello humano de Auschwitz. O los niños, también en Auschwitz, que extendían sus brazos para mostrar el número que los nazis, en su monstruoso afán clasificador, les habían tatuado.
Sin embargo, por mucho que se hayan visto estas escenas, por mucho que se crea estar aconstumbrado a ellas, haberlas reducido al consideración de mera curiosidad histórica, el documental de Berstein sigue siendo demoledor, agobiante, aplastante. En parte, porque la continua repetición de los horrores, de las matanzas y atrocidades, de los seres humanos reducidos a esqueletos al borde de la muerte, provoca una impresión de encierro, de asfixia y de claustrofobia, como si nosotros mismos fuéramos otros otros prisioneros consignados al exterminio, sin posibildad de escape, liberación e indulto. Repetición que, además, al movernos de un extremo a otro de Europa, de Oeste a Este, para encontrarnos con los mismos crímenes en todos los lugares, da cuenta del afán industrial del exterminio nazi.
Una tarea de aniquilación que no era producto de la mente de unos cuantos psicópatas, sino que involucraba a toda una sociedad que aparentemente parecía sana. Un estado y un pueblo que dedicó buena parte de sus esfuerzos, y muchas de sus mejores mentes, a encontrar el mejor medio para exterminar al mayor número de personas de la forma más rápida posible. Obteniendo con ello, además, el máximo beneficio posible, puesto que las víctimas eran despojadas de todas sus pertenencias, incluso las más íntimas, para ser recicladas y reutilizadas. Como el pelo humano para fabricar revestimientos cálidos para las ropas de abrigo del ejército.
Afán de testimoniar el abismo, la vileza a la que puede descender el ser humano, que en la película de Bernstein, se conjuga con otro hecho inesperado, pero no menos importante. Si se examina bien la película, se observa que ciertas imágenes emblemáticas, como la de las excavadoras de Belsen o los hornos crematorios de Majdanek, han desaparecido. Su tiempo se ha preferido dedicar en mostrar como los prisioneros, los muertos de permiso que se decía en la Shoa (1984) de Claude Lanzmann, vuelven a ser humanos.
A ser considerados y tratados como tales. A considerarse como personas, iguales a cualquier otra, aunque sobre ellos pese el estigma de ser auténticos resucitados.
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