Les hablaba, en una entrada anterior, del libro de Frances Borzello, Seeing Ourselves: Women's Self-Portraits, dedicado a trazar la historia del autorretrato desde un punto de vista femenino. Recorriendo y redescubriendo, por tanto, el trabajo de las muchas pintoras de la cultura occidental, desde siglo XVI hasta nuestros días.
Esta labor, como la de los estudios feministas en los que se encuadra, tiene una clara finalidad reivindicativa. Se trata, en primer lugar, de recuperar el nombre y la obra de todas esas mujeres que lograron lo que era casi un imposible en su época: realizar, dominar y destacar en una tarea que estaba destinada y reservada a los hombres. En segundo lugar, mostrar como esas mujeres se representaban a sí mismas en la pintura, las diferencias con la actitud en que se representaban sus colegas masculinos, además de las imposiciones exteriores que les dictaban las convenciones y prejuicios de su época, tanto interiorizados como rechazados. Sin olvidar tampoco como, a medida que la sociedad comenzaba a considerar y aceptar su labor como válida y normal, este medio de expresión era utilizado de forma más libre y osada, más reivindicativa de su condición femenina, cerrando así el círculo que motiva el ensayo.
Ya les indiqué que esta investigación en las formas de representación, ese ver lo que existe al otro lado del espejo, es personalmente para mí, en mi calidad de varón, uno de los grandes atractivos del libro. Borzello explica muy bien el dilema al que se enfrentaban las primeras mujeres que, en el siglo XVI y XVII, se independizaron de la tutela de sus padres, hermanos y espesos, para embarcarse en una carrera artística en solitario. Les gustase o no, debían someterse a un conjunto de normas tácitas que dictaban como debían comportarse y mostrarse en público, generalmente de forma comedida y decorosas, sin poderse mostrar audaces, desafiantes, orgullosas. No obstante, al mismo tiempo, obligadas por su propia independencia e inteligencia, se veían forzadas a romper esas mismas normas. Por mera integridad, para no traicionarse a sí mismas.
Un modo, vigente aún en nuestros días a pesar de los siglos y las revoluciones transcurridos, era poner en tela de juicio el concepto de belleza y juventud que se supone inseparable de toda mujer. O al menos de toda mujer que desee destacar en la sociedad y ser apreciada. Así, una mujer tan fascinante como la pintora Sofonisba Anguissola, uno de esos artistas plásticos obsesionadps con el estudio de su propio rostro y los cambios que el tiempo va produciendo en ellos, no tuvo miedo a retratarse así, ya anciana.
Retrato que impresiona, a partes iguales, tanto por la sinceridad en representar los destrozos de la vejez como por la dignidad y fortaleza con que se muestra al mundo. Doblegada, debilitada por la edad, sí, pero no por el mundo, que no ha podido quebrar su voluntad.
Este afán por mostrarse como una es, en vez de como quieren que una sea, ha sido una constante a lo largo de la historia del arte pictórico femenino. Tanto en su vertiente de rebelión contra los estereotipos como en la de afirmación de la propia personalidad. Un último aspecto que además conecta con otra corriente feminista que asímismo tiene sus raíces en estos primeros tiempos del arte creado por mujeres. La búsqueda de espacios representativos que no puedan ser ocupados por los hombres, que queden reservados para ellas y sirvan, por eso mismo, para otorgarles el poder y la libertad de la que carecen.
Es el caso, asímismo, de otra mujer admirable, cuya leyenda, desgraciadamente, demasiadas veces nos distrae de su arte. Se trata de Artemisia Gentilleschi, quien osó representarse como la misma pintura encarnada
Una elección que, como bien indica Borzello, no es casual, ni tampoco baladí. Ningún hombre podría utilizar, por razones obvias, esta alegoría, con lo que, como señala esta autora, Gentilleschi ha encontrado un tema donde puede brillar en solitario. Más importante aún, por otra parte, es que al encarnarse como la pintura, esta pintora está haciendo un declaración de intenciones comparable a un puñetazo en el estómago. Prácticamente, esta enorgulleciéndose de ser mejor que su contemporáneos, puesto que ella es la pintura, ni más ni menos.
Los ejemplos son innumerables y no caben en el corto espacio de una entrada de blog. De hecho, si continuara estaría rescribiendo - plagiando - el libro de Borzello. Así que lo mejor que pueden hacer es buscarse una copia del libro original y devorarlo. Literalmente.
Sólo me queda un resquemor. Que mi me memoria ya no es lo que era. Que voy a olvidar casi de inmediato la mayoría de los nombres que figuran en el libro, fuera de los que ya conocía. Y ese y no otro es el mayor enemigo de toda reescritura del canon: el olvido y el descuido que vuelvan a reconstruir la penumbra de la queríamos rescatar a estas pintoras. Y asímismo de todo intento de justicia y reivindicación.
Porque ése y no otro es el objetivo último de estos estudios: hacer un poco de justicia.
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