Während der Kolonialzeit haben öffentliche wie private Investoren ihr Geld vor allem im Exportsektor im weiteren Sinn angelegt. Das Ergebnis war eine einseitig auf Ausserhandel orientierte Wirschaftsentwicklung. Es wurde zwar die Produktion ermutigt, aber aus europäischer Perspektive, denn Investoren und Administratoren wussten viel von europäischer Nachfrage, aber wenig von Afrikanischen Bedürfnissen und Gewinnmöglichkeiten. Kurzum, es ging um Maximierung der Produktivität der europäischen Wirtschaft, häufig nicht einmal um Maximierung der Profite im Afrika. Es wurden manchmal ökonomischen unsinnige Investitionen vorgenommen, wie in die Baumwollproduktion im Ubangi-Schari, die unter prohibitiven Transportkosten litt und Jahrzehnte brauchte bis sie rentabel wurde. Auch wo öffentliche Hände in Infrastruktur investierten, geschah dies nicht primär zur Entwicklung lokaler Produktivität um ihrer selbst willen, sondern welthandelsorientert. Auf diese Weise kam Afrika zu einem so eigentümlichen Verkehrsnetz, dass bisweilen Telegramme in eine Nachbarkolonie über Europa laufen wurden.
Wolfgang Reinhard, Die Unterwerfung der Welt
Durante el colonialismo los inversores, tanto públicos como privados, ponían su dinero ante todo en el sector de exportación, en sentido amplio. El resultado fue un desarrollo económico orientado exclusivamente hacia el comercio exterior. La producción se organizaba más bien desde una perspectiva europea, puesto que los inversores conocían bien la demanda de Europa, pero poco las necesidades africanas y las posibilidades de éxitos. En pocos palabras, se trataba de alcanzar un máximo de productividad de la economía Europea, casi en ninguna ocasión de los beneficios en África. A veces, se realizaron inversiones sin sentido económico, como la producción de algodón en Unbangi-Schari, que padecía de unos costes de transporte prohibitivos y sólo llegó a ser rentable pasados decenios. Asímismo, donde los poderes públicos invertían en infraestructura, no tenían como objetivo primario el desarrollo de la productividad local, sino que se orientaban al comercio exterior. De ese modo se construyó en África una red de comunicaciones tan peculiar, que los telegramas entre colonias vecinas tenían que pasar por Europa.
Les había hablado en entradas anteriores que la expansión europea puede dividirse en dos fases, situadas a ambos lados de la fecha de 1750. En la primera, la influencia de Europa es predominantemente comercial, excepto en América, de manera que las civilizaciones autóctonas de África y Asia pudieron seguir sus trayectorias propias, sin preocuparse demasiado por los nuevos entrometidos de piel blanca. En la segunda etapa, sin embargo, la intromisión es eminentemente política, manifestándose bien en forma de conquista y dominio, como en la India, o en modificación de las estructuras políticas nativas cuando así convenía, como en China.
Les había indicado también como durante el siglo XIX el resto de sociedades del mundo tuvieron que adoptar una postura frente a las ideas europeas, fuera ésta de rechazo, asimilación o aceptación. De hecho, todas ellas, incluso desde fechas muy tempranas al principio de ese siglo, estaban ya en proceso de cambio acelerado, de manera que el mundo actual podría ser muy distinto si no hubieran interferido las potencias europeas en su desarollo. La gran mayoría de estas refundaciones culturales y políticas autóctonas fueron abortadas, salvo la excepción japonesa, bien porque esos países terminaron siendo colonias, bien porque la acción europea les mantenía en constante estado de inestabilidad.
Hacia 1900, en consecuencia, el mundo era Europeo y puede decirse que no quedaba ya sociedad alguna cuyo destino no dependiese de los acontecimientos locales en las potencias coloniales. Esta repercusión podía ser directa, debido al gobierno directo europeo, como en la mayor parte de África, o indirecta, como en China y Japón, ya que todas las redes comerciales se habían fundido en una sola. La producción de los lugares más remotos estaba dictada, por tanto, por lo que se decidiera en las bolsas de Nueva York, Paris, Londres o Berlín, aun incluso cuando ninguno de los participantes tuviera consciencia de los lazos que les ataban.
La cuestión, no obstante, es otra, cuya respuesta sigue provocando debates airados en nuestro mundo ya postcolonial. Se trata simplemente de sí el imperialismo, en sus diferentes versiones, fue beneficioso para los países afectados.
Las respuesta hubiera sido evidente para nuestros antepasados de principios del siglo XX. Las potencias europeas habían venido a liberar a esas sociedades del error y sus supersticiones, regalándoles a cambio la modernidad, de la que formaban parte integrante el orden y la estabilidad político. Esta percepción presuponía una inferioridad esencial de los pueblos extraeuropeos, que no serían capaces, por sus propias fuerzas, de ascender a niveles superiores de cultura, los cuales sólo los europeos podían inculcarles. Se trataba de la famosa burden of the white man de Kipling o de la mission civilisatrice francesa. Concepciones ambas que siguen bien vivas en la actualidad y resurgen a cada rebrote de inestabilidad producido en esas tierras. Sea ante la cadena de dictadores fantoches en la que se vio sumida África tras la descolonización y su incapacidad por asegurar un mínimo de nivel de vida a sus poblaciones. Sea ante el muy reciente desmoronamiento del orden estatal en Oriente Próximo.
Sin embargo, como bien señala el texto de Reinhardt esas pretensiones benéficas y altruistas del colonialismo occidental son solo eso: fachada, excusas, propaganda. Es cierto que la experiencia colonial cambió de forma irreversible esas sociedades y las lanzó sin apenas transiciones en la modernidad, tarea en la que colaboraron amplios sectores de sus antiguas élites, especialmente aquellas nuevas educadas en occidente. Sin embargo, no es menos cierto que esa transformación se realizó sin pensar en las sociedades afectadas y desde un punto de vista principalmente económico, no político y mucho menos cultural.
Si cambiaron las estructuras de propiedad, los organismos políticos, incluso las creencias de estas sociedades nativas, fue porque eran obstáculos para el aprovechamiento económico por parte de esas tierras por parte de occidente. Todo lo que obstruyese el beneficio de las élites en la metrópoli o simplemente no sirviese para satisfacer una necesidad europea, fue abolido y eliminado. Así por ejemplo, la floreciente industria textil hindú del siglo XVII, capaz de hacer sombra a la incipiente producción industrial británica fue eliminada en el siglo XIX, quedando la India relegada a un mero productor de materias primas. De la misma manera, los agricultores independientes de Indonesia y Malasia fueron forzados a integrarse en un sistema de grandes plantaciones, cuyos productos estaban destinados a la exportación y no garantizaban su subsistencia.
Las tierras extraeuropeas quedaron convertidas así en apéndices del sistema comercial Europeo, reducidas a meros proveedores de materias primas y consumidores de productos elaborados. En un constante déficit comercial, por tanto, que fue heredado tras la independencia y que pesa aún como una losa en áreas como la Africana. Porque sí en otras regiones como China y la India se puede decir que la situación se ha invertido, se debe a que su situación de partida era menos desfavorable. En ellas, debido a la fuerza de la cultura prexistente, el impacto del colonialismo fue menor, o al menos más atenuado, contrapesado por mecanismos culturales que tenían ya una antigüedad de siglos.
Todo lo contrario de un África donde las potencias invasoras pudieron hacer y deshacer a su antojo. En tal medida y con tanto daño que, como señala Reinhard, las colonias vecinas estaban más cerca de Europa que de sí mismas, puesto que todo su comercio, su infraestructura y sus comunicaciones habían sido trazados para extraer sus riquezas camino de la metrópolis, no para interconectarlos.
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