Eroica de Andrzej Munk es una de las primeras referencias cinematográficas a un tema tabú en la Polonia comunista: la resistencia nacional contra los alemanes, en concreto el alzamiento de Varsovia contra los alemanes durante agosto-octubre de 1944. Este tipo de películas sólo pudieron realizarse en un ambiente de relativo deshielo político, tras la muerte de Stalin y el nuevo rumbo de distensión iniciado por Jruschev. No era para menos, ya que en ellas se glosaba, más o menos abiertamente, las acciones de la guerrilla del AK, el Armia Krajowa, un amplio y bien enraízado movimiento de resistencia, con una estructura de mando de auténtico ejército, pero de inspiración anticomunista y antirusa.
El momento de gloria de este movimiento insurgente, y también su mayor tragedia, fue el ya citado alzamiento de Varsovia. En junio de 1944 el ejército rojo aniquiló el Grupo de Ejércitos Centro alemán en Bielorrusia, llegando en unas pocas semanas a orillas del Vistula y a las puertas de Varsovia. Ante este desmoronamiento catastrófico del ocupante alemán, los mandos del AK vieron la oportunidad de conseguir un doble objetivo, liberar la capital de Polonia por sus propias fuerzas para presentarse ante las autoridades soviéticas como el gobierno legítimo del país. Una fuerza organizada, dotada del prestigio de una victoria militar, con la que Stalin no tendría más remedio que negociar.
Cabe preguntarse qué posibilidades de éxito a largo plazo tenía esa estrategia. En el caso de otros países del este, independientemente de su situación, la doble presión del ejército rojo y el prestigio que daba a los partidos comunistas la victoria en la guerra, llevó a que todos ellos, por el año 48, terminasen convertidos en regímenes estalinistas calcados del de Moscú. En el caso de Polonia, sin embargo, sabemos que el alzamiento acabó en catástrofe, tanto porque los alemanes se recuperaron inesperadamente, consiguiendo hacer retroceder a los rusos, como porque estos nunca demostraron demasiada prisa por ayudar a sus enemigos políticos. De hecho, cuando volvieron a finales de septiembre a la orilla del Vistula, permanecieron allí sin hacer nada, ni siquiera enviar suministros.
El resultado fue una calamidad sin precedente. Las víctimas civiles de los dos meses de combate se cuentan por cientos de miles, mientras que tras la rendición, los alemanes dinamitaron sistemáticamente la ciudad vacía, para dejarla convertida en un inmenso campo de ruinas. Lo único positivo fue que los insurgentes fueron considerados como combatientes, es decir, como prisioneros de guerra protegidos por la convención de Ginebra. Se les envió, por tanto, a campos de prisioneros, en vez de ser fusilados en el acto o hechos desaparecer en los campos de exterminio. Una generosidad completamente inusual en el ejército nazi, tan dado a las represalias masivas, pero en el que muchos de sus generales buscaban ya realizar esa buena acción que les salvase de la horca una vez llegada la paz.
Eroica gira alrededor de este alzamiento y de sus duras consecuencias. Primero de forma casi bufa, siguiendo a un pícaro al que el azar y el destino le llevan a cruzar una y otra vez la línea de frente, como mensajero del posible apoyo de una división húngara a la insurrección. Una visión desapegada, casi cínica, pero que poco a poco se va transformando en heroísmo y patriotismo. Como si al final ninguno pudiésemos escapar de un fatalismo histórico, del peso de un pasado que nos llevase a comportarnos como esos héroes ya casi olvidados. Necesidad ineludible que en el caso de Polonia es obligatoriamente sinónimo de tragedia, puesto que la única forma de librarse de la ocupación de unos enemigos es sufriendo la invasión de los otros, sin posibilidad de liberación, mucho menos de independencia.
La segunda parte es mucho más pesimista, desesperada en el sentido de carente de perspectivas, al describir un encierro semejante a la condenación eterna. Porque sus protagonistas, prisioneros de guerra a los que vemos a través de los ojos de los insurgentes, llevan ya cinco años de cautiverio. Sin contacto con el mundo exterior, sin pertenecer a un país que casi los ha olvidado y que durante la ocupación ha cambiado de forma completa y total. Y más que habrá de cambiar con la ocupación rusa.
Estos prisioneros pertenecen, por tanto, a un pasado ya desvanecido. No tienen hogar al que retornar y aunque quisieran reanudar sus vidas, probablemente serían considerados como enemigos del nuevo régimen, en su calidad de símbolos del orden anterior. Sólo les queda engañarse, durante el breve tiempo que aún permanezcan encerrados, reproducir allí la jerarquía, los rituales, las divisiones y separaciones que daban sentido a su mundo.
Porque despertar, cobrar consciencias, sólo puede conducir a la muerte. Infligida por la propia mano.
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