Dentro de la magnífica selección de cine polaco realizada por Martin Scorcese, Noz w wodzie (El cuchillo en el agua, 1961), dirigida por Roman Polanski, desmerece un tanto. No por que la película sea mala o menor, todo lo contrario, sino porque Polanski pertenece más bien a la historia del cine norteamericano, no a la del polaco. De esa manera, su hueco a lo mejor podía haberse utilizado en representar a otro director menos conocido o en completar la trayectoria de alguno más relevante en esta filmografía.
En cierto sentido, la carrera de Polanski es un ejemplo, otro más, de los problemas y fracasos que esa emigración acarreó a tantos alentos famosos venidos de los países del bloque comunista. En el mejor de los casos, tras una corta serie de películas de primera categoría, su talento acabó apagándose, acompañado de un creciente menosprecio crítico, como ocurriera con el animador Borowczyz. En el peor, acabarían encasillados desde un principio en el cine comercial de género americano, hasta convertirse en parodia de sí mismos, caso de Andréi Konchalovski. Sin embargo, Polanski fue de los que mejor aguantó el tipo, arreglándoselas para rodar una serie de obras muy personales, a caballo entre el Reino Unido y los EEUU, durante los sesenta y principios de los setenta. Un éxito indiscutible que no evitó que en los ochenta se perdiese en el laberinto de la obra de genero y la superproducción, cayendo en la penumbra cinéfila, para desembocar en los últimos años en la obra de prestigio. Ésa forzadamente importante e impostada, pero vacía de todo sentimiento.
Nada de estas derrotas y concesiones aparece en Noz w wodzie, obra juvenil cuyo éxito internacional seguramente se debió a una ambigüedad temática que la hacía adaptable a otras sociedades y situaciones. Especialmente a las occidentales de principios de los sesenta, en donde se empezaba a manifestar ya el divorcio entre generaciones que conduciría al 68. Porque Noz w wodzie es una crónica del rencor y hostilidad, apenas disimulada, entre los que han llegado a una posición y la disfrutan abiertamente, frente a los que aún no tienen nada. Mientras que, por otro lado, aquéllos temen a estos últimos, sabedores que los jóvenes pronto habrán de escalar y ponerse a la altura de los viejos, despojándoles de su privilegios, posiciones y logros. Incluso de sus propias mujeres.
Como pueden esperar esta lectura política de corte universal e intemporal, que consigue que una obra de los sesenta siga teniendo resonancia en nuestro presente postmoderno, no excluye otras visiones contrapuestas, como la que seguramente vieran los espectadores polacos coétaneos. Porque el grado de riqueza que exhibe el matrimonio protagonista de la película, coche y yate propios, sólo podían estar a cargo de un tipo de personas muy preciso: los miembros del partido, la clase dominante de la Polonia comunista. No es extraño, por tanto, que el joven desharrapado que recogen en la carretera siente una clara hostilidad por ellos. El rencor inextinguible que los que tienen experimentan hacia los que tienen, en el que tan difícil es separar las ansias de justicia de la ambición ciega
No es, sin embargo, un sentimiento nuevo, ni es la primera vez que se refleja en el arte. La obra entera de Balzac, por ejemplo, se construye sobre ese sentir, sobre el deseo irrefrenable de ascender, cueste lo que cueste, sin importar quien caiga, mientras no sea uno. Si es nuevo, y muy de Polanski, por otra parte, el traducir esta dinámica en un complejo juego de humillaciones con ribetes sádicos. Un duelo verbal y mental en donde quien se halla en situación de poder utiliza éste para lograr el sometimiento de sus adversarios. En donde los inferiores no dudarán en recurrir al juego sucio para cobrar cumplida venganza.
Sin que al final, al menos en esta ocasión, nada sirva de nada. Excepto para torturarse mutuamente y acrecentar desánimos, pesimismos, amarguras y resentimientos.
Como pueden esperar esta lectura política de corte universal e intemporal, que consigue que una obra de los sesenta siga teniendo resonancia en nuestro presente postmoderno, no excluye otras visiones contrapuestas, como la que seguramente vieran los espectadores polacos coétaneos. Porque el grado de riqueza que exhibe el matrimonio protagonista de la película, coche y yate propios, sólo podían estar a cargo de un tipo de personas muy preciso: los miembros del partido, la clase dominante de la Polonia comunista. No es extraño, por tanto, que el joven desharrapado que recogen en la carretera siente una clara hostilidad por ellos. El rencor inextinguible que los que tienen experimentan hacia los que tienen, en el que tan difícil es separar las ansias de justicia de la ambición ciega
No es, sin embargo, un sentimiento nuevo, ni es la primera vez que se refleja en el arte. La obra entera de Balzac, por ejemplo, se construye sobre ese sentir, sobre el deseo irrefrenable de ascender, cueste lo que cueste, sin importar quien caiga, mientras no sea uno. Si es nuevo, y muy de Polanski, por otra parte, el traducir esta dinámica en un complejo juego de humillaciones con ribetes sádicos. Un duelo verbal y mental en donde quien se halla en situación de poder utiliza éste para lograr el sometimiento de sus adversarios. En donde los inferiores no dudarán en recurrir al juego sucio para cobrar cumplida venganza.
Sin que al final, al menos en esta ocasión, nada sirva de nada. Excepto para torturarse mutuamente y acrecentar desánimos, pesimismos, amarguras y resentimientos.
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