lunes, 15 de mayo de 2017

Ensimismaciones




























La Metrópolis (2001) de Rintaro es uno de los escasos filmes de anime que he visto en pantalla grande, aparte de un puñado de Miyazakis. Para ello, tuvo que coincidir el inició de mi afición por el anime, allá por el año 2000, con los últimos años en que acudía a las salas de cine, época terminada en el 2003. No había visto la película de Rintaro desde entonces y mi primera impresión es que el formato BR, a pesar de todo su brillo, precisión y expresión, no hace justicia en absoluto a lo que podía verse en la pantalla. A pesar de todo, los metros de proyección cuentan. Especialmente en una película como esta, que intenta reconstruir una ciudad futurista por entero, en todos sus detalles, con toda su riqueza.

Esa obsesión por el detalle minúsculo es su mayor virtud. A pesar de los años transcurridos y de los muchos avances a disposición del creador contemporáneo, los logros conseguidos por esta película siguen sin ser superados, como también ocurre con la aún más antigua Akira (1988) de Otomo Katsuhiro, guionista también de esta Metropolis. En la actualidad, el ordenador permite animar multitudes sin dificultad, pero con demasiada frecuencia, incluso en películas con amplio presupuesto como las Hosoda Mamoru, su origen digital es demasiado evidente. El aspecto de los individuos es clónico, su movimiento mecánico y robótico, propio de videojuego barato. Todo lo contrario de los extras que habitan Metrópolis, quienes están perfectamente individualizados, no sólo en su diseño, sino en sus mismas acciones. Como si cada uno tuviese que acudir a un lugar diferente, por razones diversas y con un estado de ánimo distinto.

No obstante, si quisiera ser duro, podría decir que esa obsesión por reconstruir una ciudad entera, hasta sus más nimios detalles, es la única virtud de la película. Ya cuando la estrenaron, tiempo en que mi pasión por el anime aún no se había enfriado, salí del cine con la impresión de que el andamiaje narrativo era bastante débil. Aparte de unos cuantos lugares comunes, utilizados para mantener en movimiento la historia, la cinta no tenía mucho que contar, muchos menos una lección que comunicarnos. Un vacío que resultaba tanto más chocante cuando se venía de ver, como en mi caso, otras obras que si buscaban plantearse preguntas, aunque no encontrasen respuestas a sus dilemas.

Este aparente defecto, curiosamente, es muy propio del modo de hacer de Otomo. A pesar de su grandeza, tanto el cómic como la película de Akira no dejan de ser un espectáculo de fuegos artificiales. Brillante, único, definitivo, pero vacío por completo, más bien de una simplicidad asombrosa. Carencias que, sin embargo, no son, o no deberían ser, descalificatorias. La misma obra original que inspiro al cómic de Tezuka Osamu y a la película de Rintaro, la Metrópolis (1927)  de Fritz Lang, adolecía de los mismos defectos. El guion de Thea von Harbou era de un ingenuidad pasmosa, su resolución ridícula, lo que no impedía que la película adquiriese pronto el carácter de monumento, mito y referencia constante en el arte del siglo XX. Consideración confirmada cuando, muy recientemente, hallazgos casuales y restauraciones sucesivas nos han permitido disfrutar de la obra, casi como fue concebida y vista en su estreno.

Lo mismo ocurre tanto con Akira como con Metrópolis, en su version de anime. La historia no es más que una muleta, un taburete, una escalera, desde la cual alzarse a otras alturas. 

La de mostrar realizado lo imposible.

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