El imaginario de la España vacía ha sido construido desde fuera, con metáforas condescendientes y crueles como las de Las Hurdes o con anales vergonzosos como los de la crónica negra y criminal. Su paisaje se ha caricaturizado siglo tras siglo por el mal de Maritornes. Ha sido lugar de destierro y ha sufrido dictadores que la han destruido con grandes violencias mientras vindicaban y celebraban su dignidad en los discursos. Nunca ha sido dueña de sus propias palabras. Siempre ha estado contada por otros. Y es ahora, cuando ya apenas existe, cuando sólo es un mito en la consciencia dispersa de millones de familias, cuando toma la palabra. Se reinventa y expresa a través de los nietos y bisnietos de quienes la habitaron y fueron arrancados de sus solares. Toma forma de enumeración de adjetivos que nadie usa en la calle pero que, puestos en un libro o recitados por un actor, adquieren el poder de una invocación mágica. Se levanta como una neblina leve o como un aroma que sólo perciben unos pocos hiperestésicos olfativos. Pero está. Persiste. Permanece. La España vacía, vacía sin remedio, imposible ya de llenar, se ha vuelto presencia en la España urbana.
Sergio del Molino, La España vacía.
Como sabrán, el libro que acabo de citar ha acabado convertido en uno de los grandes éxitos del año pasado. Ha sido precisamente su fama la que me ha atraído a él, a mí, que no suelo leer libros contemporáneos. Y no sólo por su fama, sino porque yo también soy descendiente de esa España vacía, como tantos habitantes de ese país. Nacido en Madrid, sí, pero con cada uno de sus abuelos procedentes de una esquina de Castilla. Acostumbrado de niño al peregrinar vacacional por los pueblos de origen, hasta adquirir, como indica el título de la entrada, una doble naturaleza. De ciudad, incapaz de aclimatarse en otro lugar, pero enamorado hasta la médula de esos paisajes vacíos, casi desérticos, de La Mancha y de la vieja Castilla.
Pero volviendo al libro. Lo primero decir que no es lo que me esperaba. En el sentido de que no es un libro de historia que busque una explicación a ese éxodo tan reciente, ni pretenda trazar sus causas, caminos o consecuencias. Se diría que son tan evidentes que no hace falta investigarlas. A cambio, lo que tenemos es un largo ensayo sobre las distintas gentes que habitan ese vacío o que tienen, de algún modo, sus raíces en él. Ni siquiera se trata de un relato antropológico, como esa perspectiva podría hacer suponer, sino más bien mitográfico, casi mitopoyético, en busca de las muchas proyecciones y plasmaciones que el vacío humano, el campo siempre olvidado y postergado, ha tenido en la literatura y el cine de este país.
De hecho, el mayor reproche que se le puede hacer al libro es precisamente ser otro fabulador de mitos. Un libro de viajes, realizado por alguien de ciudad, en unos espacios, entre unas gentes, a las que no pertenece, a las que le es imposible comprender. Como si fuera un Unamuno o un Azorín moderno que emprendiese una andadura Por tierras de Portugal y España o por La ruta de Don Quijote. Unas obras que como otras igual de famosas o, por el contrario, completamente olvidadas, sólo utilizan esos espacios vacíos como espejo donde reflejar sus obsesiones e ideales. Al igual que cualquier turista moderno que permanece ciego a los habitantes de las tierras que visita, reducidos a objetos que capturar en una foto o, como mucho, depositorios de lecciones morales e iluminaciones espirituales que nunca llegaron a sospechar.
No, no estoy exagerando. Si esos intelectuales de antaño veían a España como esencialmente distinta a Europa, fuera para bien o para mal, como depositaria de valores eternos o irremediable cenagal del atraso, ese sentido de la excepcionalidad hispana también se aparece en este texto. Cierto que como fantasma, como pesadilla final de la cultura peninsular, en forma retorcida y distorsionada, pero no menos real y presente. Porque si en el resto de Europa hay una reconciliación entre campo y ciudad, de manera que aquel aún está habitado y es una fuerza pujante en sus sociedades, aquí, como bien se señala en el texto, se ha producido una gran cisura. La victoria definitiva de la ciudad sobre la aldea, borrada definitivamente del mapa o reducida a mero recordatorio folclórico, por, para y a la medida de los turistas.
Esa dicotomía es irreversible, preñada de paradojas y contradicciones. No ya que cualquier vida en ese vacío interior, cada vez más despoblado, no sea otra cosa que simil y remedo, rememoración ritual de lo que ya no es, ni podrá ser; sino que donde ese campo revive y florece sea precisamente en las ciudades. Sea entre los descendientes de los emigrantes campesinos, ya sin pueblo al que volver, pero que quizás precisamente por eso buscan una identidad en el recuerdo de sus ancestros. Puesto que en la ciudad, en su soledad y aislamiento, no hay ni raíces ni comunidad. Ningún lugar al que volver y volverse.
O ya en casos aún más extremos, a la vuelta definitiva al campo. Pero no al lugar de donde una vez se procediera, sino a otro distinto. Precisamente donde el vacío permita construir el ideal.
De hecho, el mayor reproche que se le puede hacer al libro es precisamente ser otro fabulador de mitos. Un libro de viajes, realizado por alguien de ciudad, en unos espacios, entre unas gentes, a las que no pertenece, a las que le es imposible comprender. Como si fuera un Unamuno o un Azorín moderno que emprendiese una andadura Por tierras de Portugal y España o por La ruta de Don Quijote. Unas obras que como otras igual de famosas o, por el contrario, completamente olvidadas, sólo utilizan esos espacios vacíos como espejo donde reflejar sus obsesiones e ideales. Al igual que cualquier turista moderno que permanece ciego a los habitantes de las tierras que visita, reducidos a objetos que capturar en una foto o, como mucho, depositorios de lecciones morales e iluminaciones espirituales que nunca llegaron a sospechar.
No, no estoy exagerando. Si esos intelectuales de antaño veían a España como esencialmente distinta a Europa, fuera para bien o para mal, como depositaria de valores eternos o irremediable cenagal del atraso, ese sentido de la excepcionalidad hispana también se aparece en este texto. Cierto que como fantasma, como pesadilla final de la cultura peninsular, en forma retorcida y distorsionada, pero no menos real y presente. Porque si en el resto de Europa hay una reconciliación entre campo y ciudad, de manera que aquel aún está habitado y es una fuerza pujante en sus sociedades, aquí, como bien se señala en el texto, se ha producido una gran cisura. La victoria definitiva de la ciudad sobre la aldea, borrada definitivamente del mapa o reducida a mero recordatorio folclórico, por, para y a la medida de los turistas.
Esa dicotomía es irreversible, preñada de paradojas y contradicciones. No ya que cualquier vida en ese vacío interior, cada vez más despoblado, no sea otra cosa que simil y remedo, rememoración ritual de lo que ya no es, ni podrá ser; sino que donde ese campo revive y florece sea precisamente en las ciudades. Sea entre los descendientes de los emigrantes campesinos, ya sin pueblo al que volver, pero que quizás precisamente por eso buscan una identidad en el recuerdo de sus ancestros. Puesto que en la ciudad, en su soledad y aislamiento, no hay ni raíces ni comunidad. Ningún lugar al que volver y volverse.
O ya en casos aún más extremos, a la vuelta definitiva al campo. Pero no al lugar de donde una vez se procediera, sino a otro distinto. Precisamente donde el vacío permita construir el ideal.
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