Cuando comencé a ver Wesele (la Boda) de Andrej Wajda, no pude evitar pensar en Ziemia Obecana (La Tierra Prometida, 1974), obra posterior del mismo director. Al igual que ésta, me parecía otra reconstrucción realista hasta la obsesión del siglo XIX polaco, una herramienta para ejercer una crítica social destinada tanto hacia el pasado como al presente. Sin embargo, muy pronto empezó a desviarse y derivar, hacia terrenos inesperados.
Lo primero fue la larguísima escena inicial, reconstrucción no de una boda, sino de la larga fiesta posterior, una vez terminada la cena y comenzado el baile. Con la cámara entre los invitados, perdiéndolos de vista entre el gentío que abarrotaba las habitaciones de la mansión campesina en que se celebraba, para seguir al primero que encuentra. Casi bailando con ellos, casi cantando, sintiendo el mismo cansancio, el mismo sofoco, el mismo agobio por la falta de espacio, por el calor, por la agitación inusual. Auténtico tour-de-force que parece no conducir a ninguna parte, eludir cualquier historia o tesis, agotarse en su propia audacia y perfección formal. Realista hasta sus últimas consecuencias, hasta reproducir de manera literal las muchas percepciones sensoriales de ese momento pasajeros, incluso las irreproducibles por el cine.
Pero al mismo tiempo, ideal y simbólica. Porque algo me chocaba en la manera que hablaban, en la extraña música de sus frases, en los ritmos que las punteaban. Estaban hablando en verso. En una película moderna. Y no chirriaba, ni resultaba ridículo. Llevado por la curiosidad, me puse a buscar por la Internet acabada la película, y encontré que ésta era una adaptación de una obra de teatro homónima, escrita por Stanisław Wyspiański. El mismo escritor de la obra que era descuartizada sin contemplaciones por un director de teatro conformista en Aktorzy Prowincjonalni (Actores de provincias, 1978) de Agnieszka Holland.
Dramaturgo y obras de teatro de los que la poca información de la que dispongo - cada vez lamento más mi ignorancia de la literatura polaca -, me hacen suponer influidas por el simbolismo propio del cambio de siglo, entre el XIX y el XX. Una sospecha confirmada por el propio desarrollo de la película, porque a medida que el cansancio y el alcohol embotaban las mentes de los invitados a la boda, empezaban a ser presa de sus sueños, obsesiones y remordimientos. Recuerdos olvidados, por el tiempo o a sabiendas, que cobraban forma y vida, viniendo a atormentar a sus poseedores.
Giro inesperado, seguido por otro aún más radical. No era simplemente la biografía de cada personaje la que venía atormentarles. Por encima de cada uno, determinando su vida, impuesta por la clase a la pertenecía y su lugar de nacimiento, se hallaba la historia de un país. En el caso de la Polonia de 1900, la de una patria repartida entre las potencias vecinas, Prusia, Austria y Rusia, a finales del siglo XVIII. División irreversible acompañada no sólo por la humillación de la ocupación y el sometimiento por parte de los extranjeros, sino por la herida abierta de tantas rebeliones patrióticas fracasadas, de tantas oportunidades perdidas, de tantas viles traiciones. Tanto por parte de las grandes potencias que proclaman desde su lejanía defender a los oprimidos, como de los que vendieron a los suyos. Frecuentemente para no conseguir nada, para convertirse en apestados, parias intocables.
Así, el pasado, el modo en que cada uno de los personajes, por pertenecer a una determinada clase social, falló a su patria, viene a visitarle, entre los vapores del alcohol. Pero también la esperanza, la certeza, de que todo no está perdido, de que un día Polonia volverá a levantarse y que eso puede ocurrir esa misma noche.
Aunque luego, al despertar, sólo se revele alucinación. Resaca y amargura.
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