Rekopis Znaleziony W Saragossie (Manuscrito encontrado en Zaragoza), dirigida por Wojciech Jerzy Hases una de esas películas míticas que cualquier cinéfilo de cierta edad ha visto obligatoriamente. Varias veces, además. En mi caso, pertenece a esas obras que en mi infancia despertaron el interés por esos otros cines, que luego germinaría en mi adolescencia. Porque ocurre que vi Rekopis, o al menos parte de ella, cuando tenía apenas 10 años, en los años setenta. Mis padres habían dejado encendida la tele cuando comenzaba un espacio llamado CineClub y yo me tragué la primera hora de esta obra, hasta que ellos se dieron cuenta de lo que estaba viendo y cambiaron el canal.
La impresión que me causo esta película fue enorme, no sólo a mí, que ya entonces era algo rarillo, friqui que se dice ahora, sino también al resto de mis amigos. Al día siguiente, en el colegio, todos los chavales comentábamos esa dichosa película, buscando quien podría haberla visto entera, para saber como terminaba. Su recuerdo, a pesar de los años transcurridos, se mantuvo fresco en mi memoria, así que cuando muchos años más tarde, en los noventa, me enteré que la reponían en el Bellas Artes, fui corriendo a verla... para darme un buen cacharrazo. No porque la película fuera mala o hubiese envejecido, sino por el abismo que mediaba entre mis equivocados recuerdos y lo que estaba viendo. Les confieso que me tire un buen rato esperando que comenzase el color radiante en que para mí estaba rodada, cuando en realidad toda ella había sido filmada en un exquisito blanco y negro. Ése propio de los últimos tiempos en que aún vivían profesionales que sabían como utilizar ese formato.
No era la única discrepancia, el único error de mi memoria. Lo que mi mente infantil había conservado eran los aspectos de película de terror propios a la obra original de Jan Potocki. En concreto, el bucle espacio temporal en el que se ve prisionero el protagonista de la narración, siempre terminando su viaje en esa Venta Quemada habitada por espíritus malignos, siempre reanudando su andadura en el patíbulo donde penden los bandoleros Zoto. Esos caracteres de película de miedo, como se decía entonces, pensaba yo que eran los que motivaron la censura paterna, sin embargo, mi mente de niño no había reparado en la fuerte componente sexual que inunda toda la película y que fue lo que debió escandalizar a mis progenitores. Tanto más peligrosa y reprobable cuanto que ese erotismo insinuado se mostraba lúdico y gozoso. Libre y liberador, en consecuencia.
Fue esta sensualidad, esta carnalidad y terrenalidad, lo que más me sorprendió de la película en mi primer visionado como adulto y lo que más me fascina ahora de ella. Su carácter, heredado de la obra original, de obra universal, de resumen de toda la experiencia humana, entendido como elogio de la existencia. Válida sólo por el mero hecho de vivirla, por la oportunidad de que nos presenta de gozarla en toda su extensión, aunque sea por intermediarios, escuchando contarla a otros. Narraciones que no buscan seriedad o profundidad, ni lección moral alguna, sino el placer del relato, de la broma y de la sorpresa, del estar bien compuestas y trabadas, sin necesidad de ser reales o verosímiles, más bien al contrario. Rekopis, en su versión cinematográfica, es así una inmensa farsa, una comedia consciente de ser representada frente al público, del que busca su complicidad y al que dedica bromas, descubre sus secretos, sabedora de su tramoya y artificialidad.
Un inmenso pastiche, en consecuencia, por su representación de una España exótica donde se acumulan todos los tópicos románticos: inquisición, amoríos y raptos, honor llevado al extremo, bandoleros y gitanos, soledades habitadas por lo sobrenatural y lo terrorífico, incluso criptojudios y criptomusulmanes; pero que nunca llega a ser un batiburrillo al estilo de Hollywood, que sólo denota ignorancia, cuando no desprecio hacia la otra cultura. Los actores podrán hablar en polaco, la España representada ser una España soñada, una fábula imaginaria, pero pocas películas hay que transmiten una presencia más acentuada de estar viendo la realidad que fue, de habitar un siglo XVIII que no pudo haber sido de otra manera que como su versión fílimica.
Porque en esta ocasión los actores parecen haber vestido la ropa que llevan toda su vida, la música de Penderecky reproduce a la perfección la que los protagonistas podrían haber oído y los decorados son los de una ciudad real de España. Tan perfectos que durante mucho tiempo estuve buscando donde estaba el lugar en que se rodó, hasta caer en la cuenta que jamás había existido.
Fantasmagoría e irrealidad que convienen a la perfección a un narración, la original de Potocki que es una continua historia dentro de una historia, hasta tal punto que llegamos a dudar del testimonio de nuestros propios sentidos. De la seguridad de nuestra propia razón.
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