Cuando me aficioné a esto de la música, clásica, culta o como quieran llamarla, allá al comienzo de los años ochenta del siglo pasado, el compositor Jan Sibelius no era más que una nota marginal en mi libro de texto. Se le asociaba con el postromanticismo y el nacionalismo musical, sin apenas nombrar otra obra suya que la suite Finlandia. No pasaba de ser otro compositor más de segunda fila, interesante y con talento, pero de ninguna manera genial o trascendente, definitivo e imprescindible. Lo que no imaginaba yo en aquel entonces es que existía una cuestión Sibelius, que su nombre estaba asociado con una agria y longeva polémica musical. Una más de las que han enfrentado a antiguos y modernos, a clásicos y vanguardistas.
Como sabrán, Sibelius se convirtió en la bestia negra de las vanguardias del siglo XX , el epítome de todo lo rechazable y caduco en música. Caso extraño el suyo, puesto que se trata de un compositor que dejó de componer durante la década de los años veinte, de manera que se eliminó así mismo de toda su evolución posterior, de las muchas revoluciones que siguieron. De hecho, él sólo es estricto contemporáneo del dodecafonismo alemán y de los muchos neoclacisismos que siguieron a la postguerra. Por no ser, ni siquiera se le podría considerar influido por las protovanguardias que llevaron a la explosión Schönbergiana, ni del impresionismo de un Debussy, ni mucho menos de la amalgama postromántica, contradictoria y casi postmoderna, de un Mahler. Frente a ellos, Sibelius es un compositor plenamente decimonónico, promotor de un romanticismo clásico, descriptivo y paisajista, que busca plasmar en notas los sentimientos que un lugar y un tiempo le producen.
Debido a ello, la música de Sibelius es agradable, fácilmente accesible para todos los oídos, e incluso un tanto anticuada cuando se repara en el tiempo en el fue escrita. Resulta así sorprendente - o quizás no tanto -, que tras el desprecio con que se consideró durante largo tiempo desde la vanguardia, haya devenido una especie de santón de la música, ahora que esa misma experimentación ha devenido una pieza de museo y ha sido relegada al olvido. Un cambio de opinión que ha llegado a tomar rasgos ridículos, pues con ocasión del 150 aniversario de su nacimiento, se le dedicaron artículos ridículos en sus exagerados elogios, que le ponían a la altura de un Beethoven e incluso un Mozart, además de reducir la música del siglo XX a él y a su obra.
Es nueva apreciación puede deberse a un fenómeno lateral y aparentemente desconectado de la obra de Sibelius: las bandas sonoras. Este género de música incidental se ha convertido, desgraciadamente, en casi en el único medio que tienen los compositores clásicos - o cultos - contemporáneos para que el gran público - o el público en general - puedan escuchar sus composiciones. No soy muy aficionado de ese género musical, puesto que sus servidumbres escénicas suelen convertir esas composiciones en mera colección de temas, cuando no obligarlas a una grandilocuencia desprovista de toda delicadeza y profundidad, de manera que separadas de las imágenes a las que ilustran, ésas partituras pierden todo su significado.
Pues bien, la cuestión es que para un oido moderno, Sibelius suena a banda sonora. Una banda sonora de exquisita calidad y que por el hecho de no haber sido concebida como tal, sino como sinfonía, suite o poema sinfónico, es decir, como creación autónoma, alcanza niveles de perfección, de profundidad, intensidad y universalidad que ninguna banda sonora puede esperar conseguir. La música de Sibelius nos suena así conocida, y además mucho mejor y mejor trabada que cualquiera de esas otras música ubicuas y rutinarias que nos asaltan a todas horas.
Sin embargo, esta condición de lugar conocido y transitable que torna tan atractiva la música de Sibelius y le convierte en compositor valioso, no disculpa esa otra característica que supieron ver las vanguardias. La música de Sibelius es un punto final, un callejón sin salida, no un camino hacia nuevas horizontes. No es de extrañar, por tanto, que aun cuando nuestro tiempo haya vuelto a música más inteligibles, más preocupadas por conectar con el oyente y transmitirle sentimientos, no se haya recuperado ese sinfonismo decimonónico del que Sibelius es un maestro, sino que se tienda a romper y estirar ese marco, aunque sin caer en los excesos de las vanguardias clásicas.
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