A más de alguno le habrá sorprendido que en la entrada anterior calificase a Sibelius como callejón sin salida musical, pero no puedo concebirlo de otra manera. Sus obras me parecen las de un romántico a destiempo, perdido en un mundo que no es el suyo. Ni siquiera llegan a ser las de un romántico desengañado de ese mismo romanticismo y que empieza a sospechar que el final de ese sentir estético está próximo, como sería el caso de Bruckner y Mahler, ejemplos de la duda y la contradicción.
De hecho, la música del siglo XX puede separarse en dos tempos distintos, según sea su relación conflictiva, su repulsa y su rechazo, hacia el romanticismo decimonónico. Una primera época abarcaría desde los dos primeros cuartetos de cuerda de Schönberg, en la década inicial del siglo XX, hasta un momento indeterminado en los 70, cuando la experimentación se reveló, a su vez, otro callejón sin salida. Los músicos de esa vertiente formal se caracterizaron así por su experimentación sin consideraciones hacia el público, en busca de los límites de las artes sonoras, mientras abandonaban, en ese camino, todo concepto de belleza, sensibilidad, armonía y musicalidad. Huyeron, por tanto, del romanticismo atormentado y personal del siglo anterior, para buscar nuevos mundos, perfectas racionalidades, que acabaron desembocando en el ilimitado desierto sonoro del ruido.
De ese fracaso, glorioso, pero fracaso al fin y al cabo, surgió, como ya saben, un movimiento de reacción. Se trataba de volver a conectar con el público, de reflejar de nuevo en notas los sentimientos del compositor y lograr comunicárselos a la audiencia. Sin embargo, ese retroceso, esa aparente restauración no fue y no es una appel a l'ordre, ni tampoco un intento de resucitar el romanticismo clásico y convertirlo en una neocosa. Músicos como Schnittke sabían que el pasado no se podía revivir, que lo pasado no se podía abolir y que por tanto una vuelta al ideal, al edén perdido o la arcadia soñada, era ya imposible. Sólo quedaba vagar en una especie de limbo perpetuo, entre la perfección del pasado, donde ya no se podía habitar, y las tierras estériles que los innovadores sonoros habían avistado, explorado y cartografiado.
Wolfang Rihm es otro de estos habitantes de la tierra de nadie musical.
Este compositor alemán comenzó siendo un vanguardista en toda regla, para ir paulatinamente retornando a las viejas formas, a las armonías conocidas , a los paisajes queridos y amados. Sin embargo, ese retorno no fue nunca completo, ni supuso una traición o una derrota. Incluso en los momentos en que su música es enteramente neoalgo, queda un elemento de desasosiego, una asimetría, una discordancia, que nos recuerda de la imposibilidad del retorno, de la futilidad de intentarlo.
Eso, en esos raros momentos en que Rihm se presta a copiar las músicas del pasado. El resto del tiempo habita en un mundo musical de extrema belleza, pero completamente inhóspito. Un lugar que podemos admirar, ser arrebatados por su hermosura, pero en el que jamás podremos establecer nuestra morada. Unos paisajes sonoros semejantes a densos bosques, planicies sin límite o montañas orgullosas, donde siempre estaremos de visita, de paso, casi en fuga y huida, camino de nuestros hogares, nuestros trabajos y nuestras ciudades. Espacios cotidianos donde sabemos que la belleza no nos dejará repentinamente inermes e indefensos.
Porque ésa es otra característica de Rihm. En la evidente belleza de sus composiciones, en la serenidad y transcendencia de su música, hay un claro componente de horror y de catástrofe. La que sentimos, nosotros, los mortales, al enfrentarnos con la eternidad. La que nos atenaza y aplasta al constatar nuestra fragilidad, al darnos cuenta, sin ningún genero de dudas, que el mundo puede venirse abajo en un instante y nosotros con él.
Mejor dicho, que seremos nosotros los hechos añicos. Que el mundo seguirá sin nosotros, de quienes no quedará ni el olvido.
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