Mi silencio desaconstumbrado estos días se ha debido a que la semana pasada estuve de viaje de trabajo en Munich, con lo que el cansancio acumulado me ha impedido continuar con estas anotaciones. No todo fue trabajo, por suerte, y tuve algo de tiempo para visitar alguno de los muchos - y magníficos - museos de esa ciudad.
Uno de ellos es la Glypthothek, que alberga una de las mejores y más completas colecciones de escultura Grecorromana de Ocidente - comparable a las de el Británico, El Louvre, el Vaticano o Dresde. Como pueden imaginar - si conocen mis gustos - terminé completamente enamorado de lo que vi allí, por lo que una entrada dedicada a ese museo era más que necesaria. Desgraciadamente, un museo de esa categoría admite muchos enfoques a la hora de reseñarlo, muchos más de los que cabrían en unos pocos párrafos.
Podría hablarles de lo extraño que resulta que un país de herencia romana - empezando por su propia lengua -como el nuestro, no cuente con una gran colección de escultura clásica, si descontamos las salas del Museo del Prado, olvidadas por el público habitual y - casi - sus propios cuidadores. También podría hablarse de como a la historia que nos cuentan las estatuas de la Glyptothek se superpone otra distinta, la de un museo creado como obra de arte en el siglo XIX, decorado según un ideal clásico que se descubrió luego completamente equivocado - obligando a rerestaurar las intervenciones de grandes esculturos de esa época cono Thorvaldsen - y que fue completamente destruido durante la Segunda Guerra Mundial por los bombardeos aliados, hasta devenir una ruina similar a la de los templos clásicos de los que se habían escavado las estatuas que conservaban.
No. De lo que les quiero hablar es de algo más turbador, al menos para mí. Durante mi estancia en ese museo, a una hora temprana, pero no demasiado, yo era el único visitante.
Mi soledad matutina no era una casualidad. Es sencillamente la constación de un cambio de gusto en la cultura occidental: la pérdida de la fascinación por la antigüedad grecorromana.
Esta afirmación puede ser exagerada, ya que la existencia de la propia Glyptothek es prueba clara de lo contrario. Sin embargo, no vivimos ya en los tiempos del Renacimiento, en los que el presente se contemplaba con los ojos del pasado, ni mucho menos en el Neoclasicismo, cuando el único arte posible es el que buscaba resucitar el tiempo perdido. Nuestro tiempo es el del Postmodernismo, en el que el horizonte cultural, aquel al que podemos aspirar a comprender es el que se extiende apenas quince minutos en el pasado y abarca a los que son nuestros iguales culturales y sociales.
Es cierto que lo que acabo de explicar es una generalización un tanto forzada. La grandeza del renacimiento no está en reconstruir sin cambios el pasado, tarea que no hubiese supuesto ninguna originalidad, sino en utilizar el vocabulario del pasado con una sintaxis propia, que debía por igual a la antigüedad clásica como a la tan denostada época medieval. Por otra parte, la fidelidad a ultranza del Neoclacismo lo era a un ideal que griegos y romanos no hubieran reconocido como propio, como demuestran las muchas veces que la investigación moderna ha tenido que corregir las conclusiones y reconstrucciones de aquel tiempo - de lo que la Glyptothek es magnifico ejemplo.
No onstante, a pesar de todos estos peros y puntualizaciones, es innegable que hasta ayer mismo, incluso en tiempos de la vanguardia, la antigüedad clásica era una referencia constante, para lo bueno y para lo malo, para ensalzarla o para denostarla. Ya no es el caso, en este tiempo de la victoria del postomodernismo y la mejor medida de ese desapego es precisamente el olvido en que han caído los santuarios a ese tiempo que otras épocas construyeran, así como los repetidos intentos de historiadores de ese tiempo, tanto de los hechos como del arte, por intentar conseguir que el público franquee el abismo que separa a dos tiempos tan separados y distantes que no pueden comprenderse mutuamente.
Tengo que confesarles que para mí ese supuesto abismo no existe. Pocos estilos de estuales son tan sensuales y carnales como el que nos ha legado la antigüedad clásica. Cierto que los personajes representados - dioses, héroes, gobernantes - se nos muestran ensimismados en su propia perfección, mirando a través de nosotros como si no existiéramos, como si nosotros fuéramos los fantasmas y no ellos. Sin embargo, el modo en que sus cuerpos han sido tratados niega ese abandono y ese aislamiento, ya que al contrario de la frialdad neoclásica, pudoroso y tímido, el mármol grecorromano es auténtica carne, a la que sólo le distingue de la de nuestros cuerpos el albor níveo de la piedra.
Tan perfecta llega a ser la ilusión que, cuando me enfrento a estas estatuas, apenas puedo reprimir la tentación de alargar el brazo y tocarlas, presionarlos, esperando que cederán levemente a mi tacto y que llegaré a sentir su calor, su suavidad.
Pero no hace falta llegar a esos extremos, el ámbito que ocupan los estilos y el registro de la estatuaria grecorromana es tan amplio como los 1000 años que abarca su historia, desde su nacimiento a su plenitud. En el cabe no sólo el realismo extremo del retrato romano, en que la fidelidad al recuerdo antepasado permite - exige - la representación de sus defectos, sin apenas idealización, sino también el expresionismo tan cercano al cinismo contemporáneo de la escultura helenistas, tan turbadora que siempre ha sido relegada a las esquinas más obscuras de los museos.
O la extrañeza y la excentricidad de la escultura griega antes de su cristalización, en el que a pesar de su imperfección y su simplificación, los personajes aparecían revestidos de una naturalidad y una cercanía, simbolizada en un sonrisa que - equivocadamente - suponemos ajenas al talante griego y que por el contrario suponemos consustancial al carácter etrusco.
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