Describía la semana pasada mi admiración por la serie The World at War, pero este sentimiento no esta cierto de reservas, ya que la serie tiene tres claros defectos, dos de ellos involuntarios o al menos inevitables, y otro no tanto.
En primer lugar la serie se resiente de su escasa longitud. Sé que esto puede parecer extraño cuando estamos hablando de 26 episodios de 50 minutos más otros ocho episodios extra, pero a cualquier aficionado a este conflicto, lo que se narra no pasará de ser un apretadísimo resumen, disculpable por la calidad de sus imágenes documentales, que se han reunido y montado con un riguroso respeto a los hechos históricos (no como el 90% de los documentales del conflicto mundial). En segundo lugar, dado que la serie fue rodada a principios de los 70, mucha de la información de la que ahora disponemos era poco conocida o continuaba clasificada como secreto militar en los archivos de los beligerantes. No hablo ya del inmenso caudal de documentos provenientes del antiguo bloque soviético, sino de factores como la decodificación de los mensajes secretos alemanes en Bletchley Park, determinante en la victoria aliada en la batalla del Atlántico, pero ausente por completo en la narración de The World at War (¡aunque en ella aparezcan personas que estaban en el secreto y que callan como ***** ante la cámara!).
El tercero es simplemente que el público al que estaba dedicada la serie originalmente era británico, con lo que el foco de la narración se decanta claramente por lo que sucede en el ámbito anglosajón, es decir, el Reino Unido y EEUU. Esta desviación lleva a dedicar capítulos enteros a eventos de segundo orden en la marcha de la guerra (como fue el frente de Birmania) o a olvidar lo que ocurría en otros países fuera de Inglaterra, como es el caso de este capítulo que examina los meses más extraños de la segunda guerra mundial, aquellso que fueron calificados por los contendientes como Sitzkrieg (la guerra de sentados), Drole de Guerre (guerra de broma) o Phoney War (la guerra de mentira).
Dicen que todo ejército entre en batalla perfectamente preparado para la guerra anterior. Este adagio militar es perfectamente aplicable a la estrategía de los aliados occidentales, que imaginaban que la nueva guerra europea iba a ser una repetición de la Gran Guerra, para lo bueno y para lo malo. Un conflicto en el que la trinchera, los grandes cañones y la ametralladora iban a ser los protagonistas, y en el que por tanto era preferible esperar hasta que el otro atacase, en la seguridad de que el bloqueo naval acabaría por hacer quebrar la estructura del estado Nazi, en una repetición de los levantamientos de Noviembre de 1918, sin arriesgarse a desmesuradas e insostenibles pérdidas humanas que un ataque en masa irremediablemente conllevaría.
Esta prudencia, comprensible tras las matanzas de Verdun, Somme o Paschendale, acabó siendo el auténtico punto débil de los aliados, que, literalmente, se amodorraron tras sus baluartes y defensas, sin darse cuenta de que la campaña polaca, terminada en apenas tres semanas (y de la que las capturas que inician la entrada ilustran la rendición del ejército polaco) dejaban bien a las claras que la forma de hacer la guerra había cambiado drásticamente, que desde ese instante el avión y el tanque serían los amos de los campos de batalla, y que estas se decidirían por asaltos en masa, en las que una masa de hierro motorizada apoyada por las bombas abriría brecha en las defensas enemigas para alcanzar sus puntos neurálgicos de la retarguardia y dejar a las tropas del frente sin suministros, desorganizadas y sin capacidad de respuesta. La Blitzkrieg: en pocas palabras.
Así los aliados entraron en una especie de estado de estupefacción, en el que la iniciativa pasó completamente al bando alemán, que poco a poco infligió, en esa guerra de broma, reveses cada vez más importantes a las fuerzas aliadas, como fue el caso de la ofensiva submarina, o la entera campaña de Noruega, un desastre sin paliativos para la marina británica, incapaz de operar en el radio de acción de la Luftwaffe, y que mostró la ineficacia e imprevisión del ejército de tierra anglofrancés, que demasiado pronto, a finales de mayo, se hallaría agonizante en la trampa de las divisiones acorazadas alemanas.
No obstante, ese anglocentrismo del capítilo sirve para contar en gran detalle la intrigas parlamentarias que llevaron a la subsitución de Chamberlain por Churchill. Durante largos decenios, la leyenda mostraba a Chamberlain como el epítome de todos los males, enfrentado a un Churchil revestido de todas las virtudes. Hoy sabemos que no fue así y que las virtudes de Churchil se reducían a su indudable carisma, a su capacidad de aparecer como guía y lider de un país que sufría una derrota tras otra y que necesitaba a alguien que le recordase su poderío y capacidad. Esto ya de por sí es importante, especialmente en un tiempo, en que la democracia parecía ser un trasto del pasado frente a la eficacia de los totalitarismos, pero a eso se reduce toda la grandeza de un Churchil
Hoy es patente y conocido, excepto para ciertos coros de liberales que intentan utilizar a Churchil como justificación de sus políticas radicales, que Churchil tenía una excesiva tendencia a lo que los anglosajones llaman el micromanagement, es decir a inmiscuirse en las acciones de su subordinados una vez que les había transmitido sus órdenes, lo cual tuvo consecuencias desastrosas en la campaña de Noruega, en la que en su puesto de Primer Lord del Almirantazgo quería estar informado al minuto de las acciones de la flota, para poder decidir los siguientes pasos, sin darse cuenta que el retraso que causaba sólo servía para que el enemigo tomase la delantera. Curiosamente este defecto se vio compensado por su promoción a primer ministro, ya que ahora de la tarea de enlace con el frente o la flota se ocupaban otras personas, impidiendo que Churchill descendiese tan abajo.
Pero era su tendencia a la aventura mal meditada, a tomar decisiones por mero prestigio, sin reparar en las consecuencias que podría tener, o simplemente porque sobre el mapa parecían sencillas y claras, error típico del estratega de salón. Así había ocurrido con la operación de Gallipoli en la primera guerra mundial, que debía haber derribado al Imperio Otomano de un papirotazo y se convirtió en una sangría para el ejército británico, y así ocurrió en muchas ocasiones en el nuevo conflicto, como cuando despojó al ejército del Egipto, cuando estaba a punto de expulsar a los italianos de Libia, para correr al auxilio de Grecia, o como pasó con su obsesión por el bajo vientre de Europa, la ofensiva a través de Italia y los Balcanes que llevaría a los aliados occidentales al Danubio y Alemania antes que los rusos, sin darse cuenta que la ruta estaba plagada de montañas que se convertirían, como ocurrió, en el peor enemigo de cualguier ejército.
Un aventurismo que, en esos días de la caída de Chamberlain, hizo a muchos dudar de que fuera recomendable entregar el puesto de primer ministro a Churchil y que estuvo a punto de lograr que el elegido fuera Halifax.... lo cual hubiera tenido consecuencias imprevisibles para la marcha de conflicto, ya que Halifax, cuando cayó Francia fue uno de los defensores de un tratado de paz con Alemania, una decisión que sólo fue bloqueada porque Churchill era el jefe del gabinete.
Finos y frágiles hilos son de los que pende la historia y sólo esto debería habernos abandonar cualquier tentación fatalista o mecanicista.
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