Der Räuber kam nun zu einem nicht mehr vorhandenen alten Haus, oder besser gesprochenen, zu einem alten Haus das man wegen seines Altertums abgebrochen hatte und jetz nicht mehr dastand, indem es aufgehört hatte, sich bemerklich zu machen. Er kam also rund herausgesagt zu einer Stelle, an der einst ein Haus gestanden habe. Diese Umschweife, die ich da mache, haben den Zweck, Zeit auszufüllen, denn ich muss zu einem Buch von einigem Umfang kommen, da ich sonst noch tiefer verachtet werde, als ich bereits bin. Es kann unmöglich so weitergehen.
Räuber-Roman, Robert Walser.
El ladrón llegó entonces a una vieja casa que ya no estaba presente, o mejor expresado, a una vieja casa que debido a su edad había sido demolida y ya no estaba en pie, en la medida en que había cesado de hacerse visible. El llegó por tanto en resumen a un lugar en el que antes se había alzado una casa. Estos rodeos, que estoy haciendo aquí, tienen un objetivo, el gastar tiempo, puesto que debo crear un libro de cierta extensión, por el que seré profundamente despreciado cuando esté listo. Es improbable que pueda continuar.
Una de las muchas paradojas de la vida y obra de Robert Walser, es que buena parte de su obra, la que compone los microgramas, quedó inédita hasta los años 70 del pasado siglo cuando se redescubrió y recibió el aprecio crítico que merecía. Existen dos razones principales para este olvido de casi medio siglo. Por una parte el retiro personal y creativo del autor, su aislamiento del mundo que le llevó a ser internado en un manicomio y su introversión literaria que le condujo a escribir las obras de su última década productiva en densas y minúsculas notas casi ininteligibles, a menos que se utilizasen métodos detectivescos, creando un doble muro alrededor de esta producción tardía, la idea por una parte de que se trataba de obra menor, ensayos y bocetos que no merecían ser publicados, y por otra parte el requisito de ese inmenso trabajo de descifrado, especialmente difícil una vez desaparecido el autor.
Hay otra razón, no obstante que explica también este olvido, y las razones de su repentina aceptación en los setenta. En ese apartamiento del mundo que tiene lugar en los años 20 del siglo XX, Walser se aleja también de las normas y caminos literarios habituales de su época. No es que fuera un modernista en el sentido amplio de la palabra, ya lo era desde sus primeras épocas, es que en esa obra tardía adelanta a sus contemporáneos, alcanza los últimos límites de las posibilidades de ese estilo que define al siglo XX y se adentrá en el terreno aún desconocido del postmodernismo, lo que le convertía en especialmente atractivo en la década de los setenta, cuando el modernismo había llegado a un callejón sin salida y el términos postmodernismo acababa de ser definido.
En este sentido, el de obra entre el modernismo y el postmodernismo, El ladrón, única novela larga de Walser en ese último periodo, es un ejemplo perfecto, al tratarse de una obra que juega con las expectativas de los lectores y rompe las normas tácitas por las que debería regirse el juego entre autor y público. Temáticamente, la novela anuncia que va a hablar de un ladrón, sin embargo, jamás se nos llegará a revelar porque el protagonista, cuyo nombre permanece siempre en el misterio, ha recibido ese nombre, cuales fueron sus delitos, ni, por supuesto, se nos mostrará en la comisión de ninguna. Más aún, a pesar de que el protagonista es, como se intuye un criminal, de clase baja, cuyo ambiente natural son los entornos más sórdidos, en la novela es aceptado en los ambientes más elevados, mejor dicho, despierta una curiosidad inusitada entre las personas de clase acomodada, que llegan incluso a visitarle en su domicilio y entablar conversaciones filosóficas con él.
Extraño ladrón, en definitiva, cuyo único delito parece ser vivir apartado del mundo, perderse en largos paseos y no ser capaz de reconocer su propia valía, ni liberarse de sus defectos personales, entre ellos, principal y extrañamente, una exagerada bondad. Un camino de perfección en que diferentes personajes parecen empeñados en conducirle y que no casa con la definición de ladrón, de perseguido por la justicia con que ha sido presentado.
¿Con la qué ha sido presentado? es esta pregunta la que nos lleva a la auténtica transgresión de la novela, ya que el postmodernismo en ella no sólo temático sino principalmente formal. El narrador de los hechos del ladrón parece, en primer momento, pertenecer a la categoría del narrador-dios, tan habitual en la novela realista, esa entidad que conoce todo de los personajes, hasta sus sentimientos más secretos, y que sería uno de los idolos demolidos por el modernismo del siglo XX. En esta novela, no obstante, el narrador no pierde esa categoría de dios, pero a medida que avanza su narración parece más y más claro que ese rango no es otra cosa que fingimiento. Una y otra vez, prometerá narrar sucesos que no serán citados en el resto de la novela, señalará enigmas y no los explicará, mucho peor, adelantará sucesos que cuando sean relatados resolverán todas las dudas del lector, pero ese relato nunca llegará y será olvidado en un cúmulo de nuevos datos, de disgresiones y monólogos del narrador, que nunca llegarán a constiuir un todo coherente.
Un narrador, por tanto que en la novela de Walser, no actúa de guía del lector, ya sea por maldad o por incompetencia, y que sólo consigue extraviar al lector en el laberinto de hechos inconexos, sin relación ni progresión entre ellos, que constituyen la novela. Una presencia que acaba por desplazar al protagonista de la novela, comunicando al lector una y otra vez su desánimo sobre el resultados final de la obra, como muestra el cínico inserto que encabeza esta entrada, y cuya figura, al principio objetiva y distante, acaba confundiéndose con la del ladrón, compartiendo sentimientos y experiencias, o al menos mostrándose como alguien demasiado próximo, testigo ocular de ciertos sucesos en la vida del ladrón, casi maestro de marionetas que busca comprobar si sus designios han sido puntualmente cumplidos por la criaturas creadas por su imaginación.
Una novela en fin, que se ríe a carcajadas de todas esas reglas tácitas entre autor y lector a las que me refería, la necesidad de una unidad, la sinceridad en las declaraciones del narrador, la ordenación de lo contado según su importancia, ya sea dentro de la trama o por razones extrínsicas, hasta que al final todas la normas quedan rotas ante el lector, que no puede hacer otra cosa que preguntarse como podía haber estado seguro de la verdad de tantas convenciones.
Algo que, como pueden suponer, debía gustar especialmente al postmodernismo apenas nacido en los años 70
Räuber-Roman, Robert Walser.
El ladrón llegó entonces a una vieja casa que ya no estaba presente, o mejor expresado, a una vieja casa que debido a su edad había sido demolida y ya no estaba en pie, en la medida en que había cesado de hacerse visible. El llegó por tanto en resumen a un lugar en el que antes se había alzado una casa. Estos rodeos, que estoy haciendo aquí, tienen un objetivo, el gastar tiempo, puesto que debo crear un libro de cierta extensión, por el que seré profundamente despreciado cuando esté listo. Es improbable que pueda continuar.
Una de las muchas paradojas de la vida y obra de Robert Walser, es que buena parte de su obra, la que compone los microgramas, quedó inédita hasta los años 70 del pasado siglo cuando se redescubrió y recibió el aprecio crítico que merecía. Existen dos razones principales para este olvido de casi medio siglo. Por una parte el retiro personal y creativo del autor, su aislamiento del mundo que le llevó a ser internado en un manicomio y su introversión literaria que le condujo a escribir las obras de su última década productiva en densas y minúsculas notas casi ininteligibles, a menos que se utilizasen métodos detectivescos, creando un doble muro alrededor de esta producción tardía, la idea por una parte de que se trataba de obra menor, ensayos y bocetos que no merecían ser publicados, y por otra parte el requisito de ese inmenso trabajo de descifrado, especialmente difícil una vez desaparecido el autor.
Hay otra razón, no obstante que explica también este olvido, y las razones de su repentina aceptación en los setenta. En ese apartamiento del mundo que tiene lugar en los años 20 del siglo XX, Walser se aleja también de las normas y caminos literarios habituales de su época. No es que fuera un modernista en el sentido amplio de la palabra, ya lo era desde sus primeras épocas, es que en esa obra tardía adelanta a sus contemporáneos, alcanza los últimos límites de las posibilidades de ese estilo que define al siglo XX y se adentrá en el terreno aún desconocido del postmodernismo, lo que le convertía en especialmente atractivo en la década de los setenta, cuando el modernismo había llegado a un callejón sin salida y el términos postmodernismo acababa de ser definido.
En este sentido, el de obra entre el modernismo y el postmodernismo, El ladrón, única novela larga de Walser en ese último periodo, es un ejemplo perfecto, al tratarse de una obra que juega con las expectativas de los lectores y rompe las normas tácitas por las que debería regirse el juego entre autor y público. Temáticamente, la novela anuncia que va a hablar de un ladrón, sin embargo, jamás se nos llegará a revelar porque el protagonista, cuyo nombre permanece siempre en el misterio, ha recibido ese nombre, cuales fueron sus delitos, ni, por supuesto, se nos mostrará en la comisión de ninguna. Más aún, a pesar de que el protagonista es, como se intuye un criminal, de clase baja, cuyo ambiente natural son los entornos más sórdidos, en la novela es aceptado en los ambientes más elevados, mejor dicho, despierta una curiosidad inusitada entre las personas de clase acomodada, que llegan incluso a visitarle en su domicilio y entablar conversaciones filosóficas con él.
Extraño ladrón, en definitiva, cuyo único delito parece ser vivir apartado del mundo, perderse en largos paseos y no ser capaz de reconocer su propia valía, ni liberarse de sus defectos personales, entre ellos, principal y extrañamente, una exagerada bondad. Un camino de perfección en que diferentes personajes parecen empeñados en conducirle y que no casa con la definición de ladrón, de perseguido por la justicia con que ha sido presentado.
¿Con la qué ha sido presentado? es esta pregunta la que nos lleva a la auténtica transgresión de la novela, ya que el postmodernismo en ella no sólo temático sino principalmente formal. El narrador de los hechos del ladrón parece, en primer momento, pertenecer a la categoría del narrador-dios, tan habitual en la novela realista, esa entidad que conoce todo de los personajes, hasta sus sentimientos más secretos, y que sería uno de los idolos demolidos por el modernismo del siglo XX. En esta novela, no obstante, el narrador no pierde esa categoría de dios, pero a medida que avanza su narración parece más y más claro que ese rango no es otra cosa que fingimiento. Una y otra vez, prometerá narrar sucesos que no serán citados en el resto de la novela, señalará enigmas y no los explicará, mucho peor, adelantará sucesos que cuando sean relatados resolverán todas las dudas del lector, pero ese relato nunca llegará y será olvidado en un cúmulo de nuevos datos, de disgresiones y monólogos del narrador, que nunca llegarán a constiuir un todo coherente.
Un narrador, por tanto que en la novela de Walser, no actúa de guía del lector, ya sea por maldad o por incompetencia, y que sólo consigue extraviar al lector en el laberinto de hechos inconexos, sin relación ni progresión entre ellos, que constituyen la novela. Una presencia que acaba por desplazar al protagonista de la novela, comunicando al lector una y otra vez su desánimo sobre el resultados final de la obra, como muestra el cínico inserto que encabeza esta entrada, y cuya figura, al principio objetiva y distante, acaba confundiéndose con la del ladrón, compartiendo sentimientos y experiencias, o al menos mostrándose como alguien demasiado próximo, testigo ocular de ciertos sucesos en la vida del ladrón, casi maestro de marionetas que busca comprobar si sus designios han sido puntualmente cumplidos por la criaturas creadas por su imaginación.
Una novela en fin, que se ríe a carcajadas de todas esas reglas tácitas entre autor y lector a las que me refería, la necesidad de una unidad, la sinceridad en las declaraciones del narrador, la ordenación de lo contado según su importancia, ya sea dentro de la trama o por razones extrínsicas, hasta que al final todas la normas quedan rotas ante el lector, que no puede hacer otra cosa que preguntarse como podía haber estado seguro de la verdad de tantas convenciones.
Algo que, como pueden suponer, debía gustar especialmente al postmodernismo apenas nacido en los años 70
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