Los visitantes que se hayan pasado esta semana por el museo Thyssen, a disfrutar de la inmensa y fascinante retrospectiva dedicada a Marc Chagall, en su mayoría se habrán marchado del museo sin reparar en la exposición abierta en los sótanos del mismo edificio, una muestra en muchos sentidos más importante que la del pintor de origen ruso (o bielorruso, si somos estrictos).
Me refiero a la muestra Visiones de la India, un amplio repaso a la pintura hindú, en concreto al arte de la miniatura, utilizando los fondos del Museo de Arte de San Diego... y digo que es es más importante porque mientras que Chagall es uno de los pintores favoritos del público, y por tanto bastante conocido y apreciado incluso por aquellos que no saben distinguir un cuadro de una cortina, la pintura de la India es completamente desconocida para gran parte de los aficionados, cuando esa tradición pictórica es una de las glorias de la humanidad.
En concreto, en la muestra se puede disfrutar de uno de los mejores periodos en esa otra tradición cultura, el que corresponde al periodo de los emperadores mongoles (siglos XVI-XVII, principalmente), en el cual se dio la paradoja de que unos governantes de religión musulmana provenientes del Asia Central encargaron todo tipo de obras figurativas a unos artistas nativos del subcontinente y por tanto en su mayoría de religión hindú. Un mestizaje cultural, entre dos ámbitos culturales en principio incompatibles, que en el caso de emperadores con profunda inquietud intectual, como es el caso de Akbar (finales del siglo XVI) una de las grandes figuras de la historia universal, llevó incluso a encargar la ilustración no de las obras literarias del ámbito islámico o de la historia de su dinastía, sino a recoger las leyendas y creencias de las religiones de los pueblos sometidos, en un ejemplo de tolerancia religiosa que hoy parece completamente ausente del área, poblada por todo tipo de fanáticos que no dudarían en quemar estas imágenes si cayeran en sus manos.
Aún más curioso es el hecho de que esta pasión por la ilustración de los emperadores mogoles no es privativa suya, ni tampoco invención ocurrida en esas tierras fuera de Dar-Al-Islam, desde el siglo XV. los principes y potentados de lo que ahora serían los estados de Irán, Afganistan (sí, esos dos países), Turkemistan y Uzbekistan, como los Safavidas iraníes asentados en Isfahan, rivalizaron en contratar a los mejores pintores de su época para que ilustraran preciosos manuscritos que dieran gloria a sus dinastias, llegándo incluso a robárselos a sus competidores y sintiéndose más orgullosos por ello, que si les hubieran tomado cien fortalezas o derrotado en otras tantas batallas.
Un periodo único en la historia del mundo, donde estos principes islámicos no tuvieron miedo de romper el (falso) tabú contra la representación humana en tierras islámicas, no deteniéndose ni siquiera en la representación del mismo profeta. Unas obras también únicas, ya que en las miniaturas de estos artistas se cruzaban todo tipo de influencias, chinas, bizantinas, árabes e hindues, en las que se cruza el gusto por la abstracción del Islám con la pasión por la línea de las culturas sinojaponesas, y donde la perspectiva simbólica tan propia de la pintura bizantina se ve compensada con un realismo en detalles partículares que llega a adoptar tintes prerrenacentistas, cercanos a los de la escuela flamenca del siglo XV.
Unas obras, en definitiva, cuya belleza no sólo se debe al genio de los artistas, sino al hecho de trabajaban para los magnates de poderosísmos imperios, el Safaví de Iran capaz de detener la expansión otomana o el mogol de la India, asombro de todos los Europeos que acaban de asomarse a la India, y que por tanto podían contar con el mejor papel disponible, con los mejores pigmentos, con las mejores herramientas, y con el apoyo absoluto de sus patrones, lo que les permitía alcanzar resultados que aún hoy nos parecen asombrosos, casi impensables, propios de unos artistas que tenían el talento que permite ser audaces y la libertas para poder emplear esa audacia a fondo.
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