Como ya habrán podido comprobar lo que lean esta blog, mi revisión de la obra de Jean Rouch no hace más que depararme sorpresas, bastante agradables, lo que le ha hecho ascender bastantes posiciones en mi lista de imprescindibles (y no me pregunten por esa lista, ya que ni yo mismo me atrevo a revisarla, por miedo a descubrir que ciertos irrenunciables no son ya esenciales y quizás nunca lo fueron). Esa afinidad entre Rouch y mis gustos tiene diversas y profundas raíces, por un lado, mi afición al documental, extraña y paradójica en alguien que también es un amante de la animación; por otro lado, el hecho de que Rouch es un heterodoxo del género documental, alguien que en su búsqueda por capturar la realidad, no tiene miedo a que las propias personas que aparecen en sus documentales, la modifiquen y representen, ya que esa deformación introducida por sus colaboradores es también la realidad, al mostrar cómo se ven a sí mismos y cómo ven el mundo.
En ese sentido, La Pyramide Humaine, película rodada en 1959 en Abidjan, Costa de Márfil, es un paso más en esa realidad contaminada por la visión de sus propios protagonistas, que tanto gusta de visitar (y de rodar) Rouch. Utilizando como conejillos de Indias a los alumnos de un liceo francés en África, el director va a involucrar a esos escolares, ya al final de su adolescencia y comienzos de la madurez, en un juego en el que cada uno de ellos va a representar un papel elegido por el director, una nueva vida que quedará plasmada para siempre en la pantalla, y de la que nunca sabremos hasta que punto coincide, en hechos y pensamientos con la real de cada uno de ellos.
Por supuesto, este experimento no es un juego vacuo, ni un salto en el vacio. En esos años terminales del colonialismo europeo en África, el modelo ideal que la metropoli francesa había intentado construir en las colonias lleva el tiempo suficiente en marcha para que sus defectos y contradicciones quedaran bien visibles. En pocas palabras, Francia consideraba las colonias como parte integrante de sus territorio y a sus habitantes como potenciales buenos ciudadanos de la república, iguales entre sí y con los mismo derechos. Por supuesto estas buenas intenciones no eran más que una quimera, ya que los departamentos de ultramar sólo tenían una representación testimonial en la asamblea francesa, mientras que las diferencias entre dominadores y dominados, entre blancos y negros, eran bien patentes en cuanto la vida diaria ponía el ideal a prueba.
Así, siguiendo el ideal igualitario jacobino, la clase en la que Rouch va rodar su documental es mixta, repartida equitativamente entre blancos y negros, que supuestamente deberían convivir armoniosamente... si no fuera porque esa harmonía consiste en que cada comunidad habita en mundos completamente distintos y aislados, sin ningún punto alguno de contacto, ignorantes y temerosos los unos de los otros, lo cual, en el fondo, no es más que otra forma de racismo, sin violencia, pero con los mismos fundamentos ideológicos y morales, que en cualquier instante, enfrentado a la más pequeña crisis, puede desembocar en aquel que ocupa las portadas y provoca las más apasionadas manifestaciones de respulsa, con demasiada frecuencia hipócritas.
El experimento de Rouch tiene por tanto una fuerte vertiente política. Utilizar ese juego de rol,dirigido por el director, para romper las barreras, cruzar el espejo y contemplar con los propios ojos ese otro mundo tan cercano que hasta hacía un instante parecía situado al otro extremo de la luna. El riesgo por supuesto, es que esta representación dirigida quede convertido en una obra de tesis, en un panfleto propagandístico desprovisto de vida y humanidad, peligros que Rouch sortea al dar completa autonomía a los participantes en su experimento, los cuales pueden elaborar y recrear a su personaje como gusten, con el resultado de que acaban por identificarse con ellos.
Rouch no es un ingenuo, a pesar de sus convicciones políticas, esencialmente humanistas, antirracistas e igualitarias. En la pantalla, el intento por romper los muros que encierran y aprisionan a cada comunidad sólo conducirán al fracaso, ya que las fuerzas desencadenadas por la nueva situación, las diferencias culturales entre europeos y africanos no serán capaces de soportar las tensiones, ni una crisis que ponga a prueba sus ideales y convicciones. Esto en la ficción documental, porque en la vida real, el hecho de haber trabajado codo con codo durante esos días, provocará que las amistades interraciales trabadas por los participantes en la película se conviertan en indisolubles, o al menos parezca casí, en ese ahi africano, en ese entonces de un instante antes de la descolonización.
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Y para concluir, casi se me olvida lo más importante, el momento mágico en que uno de los protagonistas de arranca, ni más ni menos, con una de las melodías de Le Jeu de Robin et Marion (s, XIV) de Adam de la Halle, en clara prueba de como cada uno de nosotros pertenece a una única humanidad, que estamos ligados irremediablemente al resto de los seres humanos, que la raza, el tiempo, el lugar, las culturas, no son más que ficciones, sueños malos que no tienen realidad alguna.
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