Comentaba la semana pasada, durante mi reseña de Culloden, como la prometedora carrera de Peter Watkins como director estrella de la BBC se vio truncada con su expulsión/dimisión aceptada tras los problemas en la producción de The War Game, la obra objeto de esta entrada, la cual narra los efectos de un ataque nuclear soviético contra la gran Bretaña.
El principal problema que llevó a la defenestración de Watkins, y que podemos considerar el origen de la posterior radicalización de este autor, fue que esta obra cruzó los límites que no se podían traspasar y que, oficialmente, no existían. En el contexto del mundo anglosajón, la BBC es famosa por su independencia, pero no debemos olvidar que sigue siendo una entidad pagada por el dinero del gobierno, lo que impone unas restricción, por tenues que éstas sean, a su labor.
En el caso del tema de The War Game, la reconstrucción de una supuesta guerra termononuclear, la frontera invisible había sido erigida por cuestiones de seguridad nacional. No hay que olvidar que la fecha de composición de esta obra 1965 es en medio de la guerra fría, tras la crisis de los misiles y cuando el incendio de Viet-Nam comenzaba adquirir proporciones que podían extenderse al resto del mundo. En ese contexto, el de una Inglaterra integrada en la OTAN, firme aliada de los EEUU, y por tanto potencia beligerante desde el día 1 en un tercer conflicto mundial, la línea general de los gobiernos británicos era que la población podría sobrevivir a un ataque con bombas atómicas, y que la situación posterior, aunque difícil, sería fácilmente superable gracias a la previsión y control del gobierno de su majestad.
Propaganda, como pueden suponer, y propaganda revelada mentira por esta película que describía el inicio del conflicto y sus consecuencias en un estilo pseudocumental que le hacía ser aún más efectivo si puede.
En The War Game, la guerra atómica se mostraba, no como un medio justo de continuar la política por otros medios, que diría Clausevitz, sino como la culminación del genocidio. Un auténtico matar moscas a cañonazos donde los efectos de los ataques contra los objetivos militares, dispersados deliberadamente entre los centros urbanos para mantener intacta parte de su eficacia en cualquier caso, se saldarían con la aniquiliación de todos los civiles que vivieran en un círculo de varias decenas de kilómetros de radio. Una matanza que no se detendría allí, sino que, como bien era conocido, culminaría con ataques directos de represalia contra las grandes ciudades del enemigo para eliminar de un plumazo la base de población que le permitiera continuar la guerra.
Esta política de exterminio deliberado era un secreto a voces, conocida y aceptada por todos los gobiernos, incluso los más sensatos y racionales. Su plasmación en imágenes, no hubiera causado la defenestración de Watkins, al igual que no lo hubiera causado la representación naturalista del horror que suponía morir en una guerra nuclear, carbonizado por el flash de la bomba, aplastado por su onda de choque, o asfixiado en las feuersturm (huracanes de fuego) que surgirían en los inmensos braseros en que se transformarían las ciuades británicas.
No, lo que provoco la ira contra Watkins fue que demostró que las medidas para sobrevivir en el conflicto promovidas por el gobierno iban a ser completamente inútiles, que sólo eran una mentira conveniente para mantener elevada la moral de una población preocupada por un posible conflicto. Así, los improvisados refugios antiatómicos que la propaganda estatal proponía sólo serían ratoneras en las que sus ocupantes serían aplastados por los escombros o fritos por el calor abrasador del estallido atómico, mientras que una vez pasado ese primer y único ataque de la tercera guerra mundial, las autoridades médicas tenían orden de eliminar(=ejecutar) a todos los heridos demasiado graves para ser tratados, mientras que cualquier acto de protesta contra las órdenes del gobierno sería condenado sumariamente con la ejecución inmediata.
Porque lo que nos narra el pseudocumental es el derrumbamiento absoluto de la civilización , expresado en un mundo en el que la comida, con la mayor parte del país contaminado por la narración, esterilizado por las explosiones atómicas, se reserva para unos pocos, destinando a la muerte segura al resto, que reacciona mediante la revuelta desesperada contra los que aún tienen armas y que no dudan en utilizarlas contra los civiles indefensos. Un pseudocumental, en fin que termina abruptamente, como si sus propios creadores hubieran perecido víctimas de esa última y absoluta catástrofe.
Y eso es lo que el poder político, el que estaba dispuesto a ir a la guerra nuclear aunque supusiera el exterminio casi completo de la población de su país, no podía tolerar.
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