jueves, 29 de marzo de 2012

Staged Reality

























Cuando veo documentales de finales de los sesenta y principios de los setenta, tengo la impresión de haberlos visto ya de muy niño en la televisión. Puede ser que sea ese el caso, o dado que sus autores eran grandes directores, lo que viera fueran copias bastardas hechas por cineastas locales para la TVE, pero el caso es que esa sensación de dejá vu la tuve con L'Inde Fantôme de Malle o la serie de documentales sobre China de Joris Ivens, y eeste domingo con el Chung-Kuo de Michelangelo Antonioni.

Chung-Kuo pertenece a lo que se podría llamar un subgenero del cine documental de esos años 60 y 70. En esos tiempos de guerra civil dentro de la izquierda que desembocarían en la disolución del marxismo en los 80 y 90, gran parte de los intelectuales progresistas, desencantados con el régimen soviético, literalmente se enamoraron lo que proponía el Maoismo chino, encarnado en la revolución cultural, de forma que se produjeron una serie de peregrinaciones para descubrir y describir esa revolución que, ésta vez sí, iba a ser la auténtica y definitiva.

Como es sabido por todos, la revolución cultural fue una inmensa impostura, una despiadada lucha de poder entre los dirigentes del PCC que se trasladó a la población china y que desembocó en millones de muertos, muchos más millones de represaliados y casi la caída del país en la anarquía... para luego tras la muerte de Mao, en una última y asombrosa pirueta, convertir un régimen comunista revolucionario en una dictadura capitalista de partido único, aunque esto es una historia completamente  distinta que algún día habrá que contar en detalle.

Lo que interesa aquí es que esos intelectuales de izquierdas, tan agudos en la observación de las contradicciones del sistema capitalista de sus países de origen, permitieron que su en un mundo mejor les vendará los ojos frente a las mentiras que la propaganda maoísta les preparaba en sus visitas a China y que a su vez propagaron a la vuelta de su viaje como loros que no se preocupan por descubrir el significado de las palabras que les han enseñado.

Esta falta de sentido crítico es especialmente patente en la obras de Joris Ivens de ese periodo, que ya comentará en entradas anteriores, el cual praticamente se convirtió en un actor más de las representaciones que los órganos del partido chino organizaban para la propagación de las bondades del maoísmo y la revolución cultural, y que si la ignorancia de la situación real podía hacer pasar por verosímiles en los años 60 y 70, ahora, conocida la impostura se revelan en toda su horror descarnado, especialmente cuando se sabe que esas sesiones de debate y autocrítica a las que tan aficionados eral los organos oficiales para mostrar la armonía del nuevo mundo maoísta podían acabar en la ejecución o el encarcelamiento de cualquiera que disintiese.

Un fenómeno similar ocurre con la película de Antonioni, quien, en sus viajes por el país, fue también acompañado por funcionarios del partido que le impedían mezclarse con la gente y sólo le llevaban a lugares donde la liturgia maoista había sido cuidadosamente escenificada y ensayada... y sin embargo, es posible notar como poco a poco Antonioni se va distanciando de los que se le muestra y adoptando una progresiva actitud de escepticismo... la cual fue detectada por el régimen maoísta tras el estreno de la película, ocasionándole una airada respuesta de censura por parte del propio Mao, que alegaba que se había distorsionado y manipulado la imagen de la auténtica China (dijo la sartén al cazo).

La película de Antonioni se divide en tres parte, Pekín-Zonas Rurales-Ciudades. La primera parte es aquella donde la propaganda es más evidente y donde Antonioni parece aún más convencido. Todo lo que vemos, desde la atención hospitalaria a las diversiones teatrales, parece sacado de un panfleto publicitario, e incluso el propio director, cuya voz en off nos va comentando lo que sucede, no puede evitar deshacerse en elogios. Esta admiración rendida se disfraza de un falso objetivismo, esa verdad de la imagen tan ensalzada por la Nouvelle Vague en general y Godard en particular, según la cual una imagen tiene un significado único inconfundible, pero que en realidad se revela, como muestran estos documentales y ha demostrado la práctica televisiva posterior, el mejor medio para manipular  a una población que cree que ver con los propios ojos constituye un marchamo de veracidad irrefutable.

Sin embargo, a medida que la película avanza uno empieza a darse cuenta de que no es tan importante lo que dice Antonioni como lo que calla. Al igual que muchos corresponsales enviados a informar sobre países con regímenes dictatoriales y duras censuras, el director italiano empieza a utilizar un código secreto para sortear esas barreras e intentar transmitirnos la verdad, un código que se expresa como digo en sus silencios y en la selección de imágenes y que se hace evidente en la segunda parte cuando Antonioni visita las zonas rurales de China.

En esta sección, la pobreza y el atraso son más que evidentes, a pesar de todas las promesas de igualdad y bienestar que los guías oficiales repiten y repiten. No sólo, sino que en un par de ocasiones la barrera de mentiras se derrumba irreparablemente. Es en el instante en que el coche entra en una aldea donde la parada no estaba planificada y el alcalde intenta evitar que los habitantes, especialmente aquellos más viejos o más pobres, paseen por las calles y sean fotografiados por la cámaras, pero sobre todo, cuando la caravana se topa con un mercado creado espontáneamente por los campesinos sin autorización ni supervisión oficial y los guías chinos insinúan a Antonioni que si muestra eso en la película, el partido no va a sentirse muy contento.

¡Oh deliciosa ironía, que el único movimiento campesino espontáneo sea precisamente aquel que el gobierno maoista no desea!

Desde ese instante la voz de Antonioni calla, y durante la tercera parte de la película, aquella dedicada a las zonas urbanas, se limitará a indicar dónde estamos y qué estamos viendo, mientras que las imágenes, cada vez más disociadas de cualquier doctrina oficial, hablan por si mismas, hasta concluir en una larga secuencia final que recoge las acrobacias de una troupe circense, como indicación final de que todo lo que hemos visto no es más que carton piedra, tramoya y repersentación, completamente disociado de la experiencia cotidiana de la inmensa mayoría del pueblo chino

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