Hacía ya tiempo que no comentaba una serie de anime, pero entre que la temporada veraniega no era muy brillante y circunstancias laborales varias, no había encontrado el tiempo de hablar de esta pequeña serie, humilde en todos los sentidos, pero mucho más valiosa y recompensadora que otros Mamúts que andan en boca de las gentes.
Les hablo de Usagi Drop, cuya premisa argumental haría huir a más de uno, presa de estremecimientos al recordar horrores ochenteros como Tres Solteros y un Biberón. Con ellas comparte la idea argumental del hombre adulto que se encuentra de buenas a primeras teniendo que criar a un crío, pero allí se acaban las diferencias.
En el producto americano se jugaba con la idea moralizante de que un soltero libre de responsabilidades y entregado al disfrute de los placeres mundanos, se encontraba con ese regalo producto de sus pecados, que acaba por reformarle, convirtiéndole en una persona seria y provechosa para la sociedad. Aquí, sin embargo, el soltero ya es de entrada una persona trabajadora, cuyo mundo sabemos restringido y dedicado en exclusiva al trabajo, no por ambición o deseo de enriquecerse, sino porque no le queda otro remedio para mantenerse en vida, de forma que el pesado fardo que ha asumido de hecho puede suponerle graves problemas laborales.
Asímismo, y sin descubrirles nada que no se cuente en el primer capítulo, la herencia que recibe no es producto de sus pecados, sino de los pecados de sus mayores, tras la muerte precisamente del verdadero padre, el patriarca familiar. Un punto de partida, el de la muerte y el del clan, que sirven para incluir dos temas raramente vistos y abordados en este subgenero (y en general en la mayoría de las películas), el de el momento en que los niños descubren la existencia de ese destino inexorable que nos espera a todos, y la profunda desconfianza de las familias hacia los extraños o aquellos que se considera como extraños, y que lleva a considerarlos como ladrones que viniesen a apoderarse de lo que no les pertenece.
Son precisamente esos dos sentimientos, el observar en la niña que ha quedado huérfano, la conciencia de la muerte y el descubrimiento de su soledad, agravados por la hostilidad de la familia, los que mueven al protagonista a adoptar a ese infante abandonado. Un instante, el de la adopción y el de los problemas que conlleva, que no agotan el tema de la serie, ni le obligan a buscarse subtramas, normalmente de tipo policiaco, que mantengan la continuidad de la trama, simplemente porque el niño, tiene la suficiente edad para convertirse en el otro protagonista de la historia, de manera que la dinámica entre adulto y niño, sus discrepencias y diferencias de opiniones, sea la que haga avanzar la serie.
Una dialéctica que no cae en el otro error, el de las novelas sentimentales de siglos pasados, que basaban su anécdota en la regeneración de un adulto bien misántropo o solitario, puesto que el adulto protagonista ya es una persona bien adoptada (es más, precisamente esa característica es la que le permite adoptarlo). En este caso, lo que se nos propone, acompañados por el adulto, es un redescubrimiento de la infancia, expresado en cómo los niños aprende a desenvolverse en un mundo demasiado grande para ellos, poblado por gigantes cuyas normas no comprenden.
Un sentimiento perfectamente ilustrado en secuencias como la que abre esa entrada. Esos instantes nocturno, que todo adulto recuerda perfectamente mucho tiempo después, en que en mitad de la noche se escucha una de esas conversaciones que los adultos tienen cuando suponen que no hay niños delantes, y en las que se tratan los aspectos desagradables de la vida.
Unas revelaciones antes las que los niños, cuando llega el día siguente, pronto aprenden a simular que desconocen, en un primer paso hacia la madurez.
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