miércoles, 10 de febrero de 2010

Reading the Bible (y II)

Porque todos morimos y somos como agua que se derrama en la tierra, que no puede volver a recogerse, que Dios no hace volver las almas.

2 Samuel, 14, 14

He elegido este versículo porque representa a la perfección uno de los mayores problemas de la Biblia, una carencia que ha pasado desapercibida para la mayoría de los lecturas y que sólo si se señala aparece evidente.

Se trata ni más ni menos del silencio de este libro santo, especialmente en el antiguo testamento, sobre lo que ocurre tras la muerte. Un silencio que puede resultar sorprendente puesto que nosotros, los que pertenecemos a las culturas criadas e influidas por este libro, cristianismo, judaísmo e Islam, damos por sentado la vida tras la muerte en un reino celestial junto a Dios, mientras que los condenados acabarán en un reino subterráneo sometidos a todo tipos de tormento.

Si sabemos que cuando se escribe el Nuevo Testamento, existía ya la creencia en ese vida tras la muerte en los cielos, pero también se desprende de los mismos evangelios, que la creencia en la resurección era todo menos una idea común y de hecho, sabemos perfectamente cuando fue introducida, en tiempos de los Macabeos, en el siglo II a.C, como respuesta a la matanza de judíos piadosos por parte de los reyes seleúcidas. Unas muertes, que a seguir las más firmes creencias bíblicas, jamás deberían haber ocurrido, puesto que esas personas seguían a rajatabla la ley de Moisés, y se hacía necesario por tanto, establecer otro tipo de recompensa para estas personas que habían sido martirizadas, es decir, la resurrección futura en cuerpo y alma.

¿Y antes? ¿Qué pensaban los judíos del exilio babilónico o los reyes? ¿Cuál eran sus ideas sobre la vida tras la muerte? ¿Creían que existía algo o no?

Como digo, el silencio del Antiguo Testamento es prácticamente estruendoso. Y no es porque la biblia no sepa narrar lo que quiere, muy al contrario, lo que le interesa lo explica hasta la extenuación y lo que le disgusta lo oculta y calla hasta no dejar huella alguna. Así, una lectura atenta nos descubre un patrón realmente curioso, las recompensas que se prometen a los fieles son todas terrenales, larga vida, cuantiosas riquezas, amplia descendencia, victoria sobre los enemigos. Más reveladoras aún son los castigos con las que se amenaza a los que se aparten de la ley de Moises, su muerte es segura, sus derrotas ciertas, pero el castigo no terminará con ellos, sino que será impuesto a toda su descendencia hasta, a veces, la séptima generación, independientemente de como estos se comporten, el famoso "los pecados de los padres serán castigados en los hijos" tan repulsivo a nuestra mentalidad.

En cierta manera es como si con la muerte, el difunto se substrayera a la venganza divina y hubiera de continuar el castigo en los que le sucedieran, en clara oposición a las penas eternas del infierno de tiempo de Cristo, claramente personalizadas y sin repercusión posterior.

Sin embargo, antes de aventurar más, conviene examinar las creencias de las culturas que les rodeaban, para así poder comprobar si nos estamos equivocando... y nuevamente nos llevamos una sorpresa.

Conocido es el caso de los Egipcios y su creencia en otra vida tras la muerte. Sin embargo, como también es sabido, esa pervivencia requería todo tipo de requisitos y salvaguardas en este mundo, que si no se cumplían o eran destruidas, llevaban a la segunda muerte del difunto, un claro ejemplo de que esa pervivencia no estaba, ni con mucho asegurada. Los Sumerios y Babilonios eran aún más duros. Según se narra en la canción de Gilgamesh, los muertos, sin excepción, acababan en un reino subterraneo, donde vivían una existencia larvaria, entre la muerte y la vida, alimentandose de barro e incubando un odio eterno contra los vivos, de forma que la diosa Innana/Ishtar podía amenazar con abrir las puertas del infiernos para que los difuntos devorasen a los vivos. No muy distinto era el caso griego, con sus difuntos reducidos a sombras que habitaban el Hades, siempre hambrientos de la sangre de los sacrificios que quisiesen ofrecerles los vivos. Una auténtica condena de ultratumba que llevó a fabular más tarde la existencia del Eliseo, donde las almas buenas vivieran en una relativa felicidad eterna.

¿Y visto esto, que podemos decir de los Judíos de antes de Cristo y los Macabeos? Como ya he dicho la Biblia guarda un curioso silencio sobre la vida de ultratumba, silencio que sólo se rompe de tarde en tarde, pero que en esas ocasiones revela lo que oculta. Así, cuando muere un patriarca se habla de que se durmió con sus padres, nunca que se reuniera con el creador, y cuando el rey Saúl acude a la bruja de Endor para adivinar su futuro, esta invoca al espíritu del difunto profeta Samuel, que surge de la tierra y se queja de que su reposo ha sido interrumpido.

Indicios que señalan a ese reino subterráneo compartido por Sumerios/Babilónicos y Griegos (y en parte por los Egipcios) y donde los difuntos como mucho vivirán una existencia de sombras, más o menos conscientes, más o menos felices, y que explica la obsesión de los hebreos con que los premios y los castigos de Dios se aplican todos en este mundo, ya sea al pecador o a sus descendientes, sin ninguna referencia a penas o recompensas de ultratumba

O como señala el versículo que he incluido, la respuesta de una mujer al rey David, como una vez rota la vida, nada puede recomponerla y ésta, la persona que animaba se desvanece como el agua que se filtra en la tierra.

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