jueves, 28 de agosto de 2008

...even If I'm left alone...

Llegara un tiempo en que parecerá que los Egipcios han adorado en vano a sus dioses, en la piedad de su corazón, con un culto asiduo, toda su santa adoración resultará ineficaz, será privada de su fruto. Abandonando la tierra, los dioses reinarán en el cielo, abandonarán Egipto. Este país otrora hogar de las santas liturgias, ahora viudo de sus dioses, no disfrutará más de su presencia. Gente extraña ocupará este país, esta tierra, y no sólo respetará las observancias, sino que, lo que es más doloroso, establecerán con pretendidas leyes, bajo pena de castigos prescritos, la abstención de toda práctica religiosa, de todo acto de piedad o de todo culto a los dioses. Entonces esta tierra santa, patria de los santuarios y de los templos, se cubrirá de sepulcros y de muertos. ¡Oh Egipto! ¡Egipto! De tus cultos no quedarán más que fábulas, y tus niños ya no creeran luego en ellas, nada sobrevivirá más que las palabras grabadas en la piedra que narran tus piadosas hazañas.

A Asclepio, Corpus Hermético.


Hace unas semanas, con motivo de la exposición Tesoros sumergidos de Egipto, comentaba como varias de las esculturas allí expuestas se habían conservado por haber sido arrojadas a una quasi fosa común, en espera de ser reutilizadas, tras la destrucción (debería decir arrasamiento) del templo al que pertenecía a manos de los cristianos .

No deja de ser curioso que al final el cristianismo, ese cristianismo vencedor del siglo IV, cuyos cantos de victoria, tan distintos por su cerrazón intelectual de la mesura del paganismo que les precedió, llenan las obras de los siglos IV y V, no hayan pasado de ser flor de un día, en el Egipto que conquistaron y cuyos tesoros arrasaron. De hecho, si damos un rápido repaso a la secuencia histórica, veremos que Egipto ha sido ante todo farónico, durante casi más de treinta y tres siglos, y luego musulmán, durante trece, mientras que el cristianismo apenas llena los siglos IV, VI y VI, y de el sólo han quedado los reductos coptos, escondidos y mimetizados en el entorno musulmán y el sustrato faraónico, que ha llegado hasta nosotros, a pesar de las destrucciones y los saqueos, únicamente por su larguísima permanencia y el casi infinito número de obras que se crearon en ese tiempo.

Por ello, leer esa profecía me provoca un cierto desasosiego, ya que es de las pocas profecías que se han cumplido completamente. Del Egipto faraónico ya sólo nos quedan piedras, textos que apenas comprendemos, símbolos cuyo significados se nos escapa, esparcidos entre una gente que ya tiene otras creencias, otras apetencias, otras esperanzas. Toda una cultura material de la que no estamos seguros, como bien decía el egiptólogo Barry J. Kemp en Egipto, Anatomía de una civilización, si la explicación que le damos es una invención nuestra o coincide con las creencias que los Egipcios profesaban.

Por utilizar sus propias palabras, si conversáramos con un Egipcio de esa época (¿de cuál? pues a pesar de su aparente inmovilidad, la ideología faraónica estaba en continuo cambio y transformación) y le comunicáramos nuestras conclusiones, podría mirarnos con curiosidad y sorpresa, para replicarnos, "es verdad, no se nos había ocurrido". Una posible causa de error y de extravío que todo estudioso del pasado debe tener siempre en cuenta.

Una constatación, la de como algo que parecía inherente a un pueblo y a un país, ha dejado de serlo, convirtiéndose en ruinas perfectamente prescindibles (hasta que los europeos empezaron a interesarse por ellas, para asombro de los naturales) que debería hacernos pensar en cuán frágiles son las civilización, y que poco se necesita para que desaparezca, bien por deserción masiva y revolución, como en el caso de la destrucción de los templos faraónicos por los cristianos, o por conquista exterior, como habría de ocurrir luego a los cristianos a manos de los musulmanes. Un destino, el de máxima gloria un instante antes del eclipse completo, que ha sido común a muchas civilizaciones y que, a pesar de toda nuestra técnica, todas nuestras instituciones y todo nuestro poder militar, bien podría ser el nuestro, por cualquiera de los dos modos apuntados.

Pero aún hay más. Normalmente las profecías suceden al hecho profetizado y suelen confluir en una victoria escatológica, en la cual a pesar de la derrota, se consigue una victoria al final de los tiempos y se devuelve el mundo al orden debido... o al menos al orden debido que el escritor considera correcto. Sin embargo, esta profecía fue escrita en los primeros siglos de nuestra era, mucho antes de la catástrofe, a finales del siglo IV d.C. que acabara con la cultura egipcia, plasmada en el asesinato de la última bibliotecaria de Alejandría, Hipatia, la quema de los rollos sobrevivientes y la destrucción de los templos, y como ya he apuntado, la profecía, al contrario de las de la biblia, no termina con una victoria de los buenos al final de los tiempos.

Muy al contrario, el pesimismo es absoluto, el destino, inevitable, inexorable e ineluctable, culminando en el abandono de los dioses, el olvido de éstos por parte de los Egipcios y la reducción del país a un campo de ruinas y tumbas, habitadas por los fantasmas. Un pesimismo, que podíamos calificar de enfermo terminal, que se puede rastrear en la literatura del siglo II, como es el caso de Plutarco (a quien ya dediqué otra entrada) quien aparece muy preocupado al notar que los oráculos empiezan a callar o ser poco fiables, mientras que los dioses huyen de la tierra o mueren. O como es el caso de Luciano que empieza a señalar fenómenos que no cuadran en el marco del paganismo clásico, y que anuncian el final de este y su substitución por un mundo nuevo, como ocurriría en el siglo IV, con el avance del cristianismo.

Un avance que no estaba preescrito, a pesar de lo que la Eclesia Triumphans nos haría creer después al escribir la historia, sino en la que esa religión de Oriente, competía con otras muchas, como eran los cultos de Cibeles, Adonis, Isis o Mitra, pero que parece haber sido presentido por multitud de personas cultas de esa época y haberse convertido en un rasgo característico de este tiempo.

Un pesimismo, una falta de ilusión y confianza en lo que había constituido el rasgo definitorio de la cultura grecorromana, que me hace pensar, si tantos fenómenos de ahora mismo, como el pesimismo postmoderno, no son equiparables a ese sentir pasado, y por tanto, son anuncios de nuestro final, o de uno de tantos finales de la historia.

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