domingo, 4 de mayo de 2008

...y se quitasen de en medio del tiempo...

No soy muy amigo de las conmemoraciones oficiales de los hechos históricos, de ahí que que apenas esté prestando atención a los fastos del segundo centenario del dos de mayo. Este escepticismo mío se debe a que normalmente estos festejos se convierten en una celebración de una ideología presente, la cual se ve confirmada y demostrada por el pasado, o bien se produce una vulgarización de los hechos históricos, limando los aspectos más hirientes y que podrían hacernos avergonzar de nuestros antepasados, para presenta así una visión para todos los públicos de la historia, sin sus contradicciones, ni sus hechos vergonzosos, o por último se transforma la conmemoración en una especie de parque temático del pasado, una excusa más para disfrazarse, divertirse o esparramar.

Todo menos intentar una reflexión seria y desapasionada (sine ira et studio, que diría Tácito), de unos hechos, tan cercanos como estos y que, hasta 1980 y pico, fueron símbolo, presagio y constante de toda la historia contemporánea española.

Como era de esperar, esta ocasión no ha sido distinta. Los partidos de la derecha patria han celebrado la insurrección como si demostrase su idea de una España eterna, existente y preexistente por encima de los españoles, olvidando que, en el fondo, cada cual luchó por su propio terruño, sin preocuparse por los demás, y que precisamente algo que permitió la fácil derrota de los ejércitos españoles por las tropas napoleónicas, fue precisamente la falta de coordinación, y la inexistencia de organismos centrales, reconocidos por todos. Por otra parte, la izquierda ha celebrado la caída del antiguo régimen y la libertad que un pueblo se dio a sí mismo, olvidando que muchos de los guerrilleros no luchaban por el liberalismo o por la constitución de Cádiz, sino por mantener ese ancien régime, fundamentado en la iglesia y la nobleza, los privilegios y la injusticia, y el control férreo de ideas y mentes, algo que se demostraría, años más tarde, con el famoso y terrible,¡Vivan las ca'enas!, mientras que los sectores más avanzados y progresistas, no pudieron evitar coquetear con el francés, al que veían como el transmisor de la civilización y el progreso...

Sin contar con que en el elogio al "genio" español que hacen todos, se les olvida que si la guerra se extendió durante seis largos años, fue simplemente porque frente a las tropas napoleónicas se encontraba ni más ni menos que Lord Wellington, quien una y otra vez logro vencer o quedar en tablas frente a todos los ejércitos que mandará Napoleón, mientras que nosotros, excepto en la casualidad de Bailén, no hicimos otra cosa que cosechar una derrota tras otra. Gloriosas eso sí, pero eso poco importa a los muertos.

Sin embargo, no sé si para nuestra desgracia o no, todas estas representaciones, falsificaciones y vulgarizaciones, no quedarán en la memoria del españolito/madrileño de a pie. Lo que será recordado será, como ya he dicho, el parque temático, desde los dioramas de la exposición del Canal de Isabel II (pa' qu'el público se sienta como si hubiera estado allí) a la Fura des Baus, haciendo lo mismo que lleva haciendo desde decenios, pero poniéndole un título distinto, esta vez, fusilamientos del tres de Mayo.

Sin embargo, entre tantas naderías, hay una exposición que merece la pena. Una exposición en la que no hay colas y apenas es visitada por unos pocos y escasos curiosos.

Me refiero a la abierta en la Biblioteca Nacional, y que nos propone una visión del conflicto, mostrando los grabados, caricaturas, panfletos, escritos, cartas y proclamas que se escribieron en aquel tiempo. Una oportunidad única para intentar comprender qué experimentaron aquella gentes y, sobre todo, como quisieron expresarlo.

Uno de los documentos más estremecedores es precisamente el que contiene la frase con que abro esta entrada. Se trata ni más ni menos que la proclama con que Fernando VII, el deseado, a su vuelta de Francia, declara abolida, nula, sin efecto alguno la constitución de Cádiz, como si nunca hubiera tenido lugar y se quitase de en medio del tiempo, señalando además como reo de lesa majestad a todo aquel que pretendiese defenderla. Una proclama escrita en términos bíblicos, casi apocalípticas, como conviene a aquel que se creía investido por dios, pero al mismo tiempo, las palabras de un cobarde, que conspiró una y otra vez contra su padre, en una maraña de escándalos vergonzosos, en una corte no menos degradada, y que luego ante Napoleón, no hizo otra cosa que humillarse y lamerle las botas, mientras aquí, los españoles morían por él, durante seis años interminables.

Unas traiciones que fueron rápidamente olvidadas, al menos por una de esas dos mitades en que España se escindiría durante el siglo XIX y la mayor parte del XX, puesto que ellos no habían luchado por la constitución, ni el liberalismo, ni la democracia, sino por restablecer los privilegios, la verdadera religión, el orden y la autoridad que el francés amenazaba con sus ideas nuevos (y resulta no menos escalofriante escuchar a muchos nuevos liberales, de ahora , denostar la revolución francesa, ensalzar el ancien régime, cuando ese orden representa lo contrario de lo que ellos defienden y fueron precisamente sus antepasados ideológicos los que se rebelaron contra ellos).

Que esa rebelión contra el francés fue todo menos unitaria, y que en ella confluyeron gentes de muy diversas ideologías, desde las más reaccionarias a las más revolucionarias, lo muestra de manera brutal una de las caricaturas con las que los ingleses alimentaron su propaganda contra Napoleón. En ella se celebra como el pueblo español lucha, mejor dicho aniquila, a los invasores franceses, ayudado, por supuesto, por los bien plantados soldados ingleses. Un "pueblo español" que es representado por una turba de curas y monjas, que asesina, destripa y mutila a los soldados franceses, mientras unas señoras muy peripuestas de la alta sociedad, comenta la jugada.

Y es que, a pesar de que ahora nos creamos la sal de la tierra, y la punta de lanza del progresismo, durante todo el siglo XIX y gran parte del XX, nosotros no éramos otra cosa para el resto de Europa que el país más atrasado, un lugar exótico donde se iban a observar costumbres bárbaras y antediluvianas, gobernado por fanáticos que obedecían los preceptos de una religión rigurosa y asfixiantes... más o menos como cualquier fundamentalismo islámico ( o religioso, para qué engañarnos) de ahora mismo.

Sin embargo, la parte más impresionante de la exposición es la dedicada a los grabados de Goya. Simplemente porque nos muestra lo excepcionales que eran en su tiempo. En efecto, mientras que el resto de las obras son obras de circunstancia, atadas a una ideología, propaganda para soliviantar los ánimos y encenderlos para el combate, mentiras una y otra vez repetidas, copiando deprisa y corriendo modelos ya conocidos y sobre todo, efectivos, la obra de Goya, como corresponde a ese gran desengañado, no se casa con nadie, sólo ve sufrimiento en ambos bandos, la locura que es la guerra y como transforma en monstruos a las gentes, capaces de hacer las mayores bestialidades a otros seres humanos sin ni siquiera pestañear.

Así, en su visión de ese conflicto, no hay gloria, ni romanticismo, ni esperanza ni solución posibles, sólo preguntas cuya respuesta seguimos sin encontrar.

como de que sirve una taza, un poco de compasión y ayuda, en un mundo siempre en caos, siempre dispuesto y preparado para la destrucción y la masacre.

O como, nuestro destino, aquello para lo que hemos nacido, es uno y único
independiente de nuestros esfuerzos y nuestras ambiciones, de nuestros logros y nuestras elecciones, inexorable e inescapable.

Destruyendo todos los argumentos de los sofistas, entonces y ahora.

2 comentarios:

Tomás dijo...

Hola David,

Coincido con la versión de la historia para todos los públicos que perfilas. Según mi punto de vista,la historia es como los entierros. Siempre demasiado generosos, pues ya no tenemos obligaciones ni responsabilidades.

Un saludo
Tomás

David Flórez dijo...

Sobre esto de la vulgarización de la historia, o su conversión en parque temático,hay dos anécdotas que me gusta.

La primera es de A.J.Toynbee en los años 30, que señalaba el absurdo de que los escoceses de su tiempo considerasen el Kilt, la gaita y todas esas cosas como los exponentes y símbolos de su cultura, mientras que en el pasado, cualquier habitante de Edimburgo se hubiera sentido ofendido de que le confundiesen con los bárbaros sin educar de las tierras alta.

La otra es más reciente y se refiere a que, según Tony Judt, los pueblos mineros de Gales, donde ya no hay carbón que extraer, se han convertido en auténticos parques de atracciones para el turismo, donde se presenta una versión idealizada del pasado, concretamente de rudos mineros que vivían felices sacando carbón, cuando todos sabemos que aquello era uno de los centros del capitalismo más salvaje, con jornadas de catorce horas, salarios de miseria y explotación infantil.

Cuando precisamente, lo bonito de la historia es rascar esa superficie de fechas señaladas, trajes de época y dioramas míticos, para descubrir los problemas y las dificultades con las que se enfrentaron nuestros antepasados, además de las soluciones y meteduras de pata que cometieron.

Pero en fin