domingo, 23 de septiembre de 2007

Buried Treasures


Tras el breve descanso de verano, vuelve a animarse la temporada de exposiciones madrileñas, y como siempre uno tiene la impresión de que las mejores no son aquellas que salen en todos los medios como imprescindibles u ocasiones únicas (uno está temiendo la de inauguración de la ampliación del Prado, que por lo leído no es sino los cuadros del casón en otras salas, ergo, que la penuria de espacio del museo sigue sin solucionarse), sino aquellas mínimas y de escasa publicidad.

En este apartado, las presentadas en el antiguo cuartel del Conde Duque no suelen defraudar. Y esta exposición, dedicada a las antiguas ciudades de Pompeya y Herculano, no ha sido la excepción.

No pretendo glosar aquí la importancia de ambas ciudades. Bastante famosas son, hasta el extremo de haberse convertido en mitos, en esos lugares de los que todo el mundo ha oído hablar y que todo el mundo conoce casi al dedillo, aunque nunca haya estado allí.

No, lo primero que pensé al ver esa exposición es algo que también es archiconocido, como el hecho de que ambas ciudades constituyan una inmensa cápsula temporal, congelada en ese día del año 79, ha cambiado completamente nuestra percepción de la Roma Imperial, liberándola de la siempre sesgada narración literaria que nos ofrecen las fuentes.

Para darse cuenta de la importancia de Pompeya en la historia de la investigación del Imperio romano, en partícula, y de la Arqueología en general, basta con reparar en el shock que las excavaciones supusieron en la sociedad mojigata y puritana del siglo XIX, eso que los ingleses llaman la época victoriana. Enfrentados a la vida cotidiana de una ciudad de provincias, con sus burdeles, su propaganda electoral, sus graffitis soeces y burlones, y sobre todo, a una concepción más visible, por decir algo, de la sexualidad humana, un ambiente donde la representación del falo se consideraba portador de buena fortuna y donde los dormitorios de las casas pudientes estaban decorados con escenas eróticas, la sociedad de aquel tiempo reaccionó negando la mayor.

En otras palabras, no lo tomó como un ejemplo de lo que era la cultura grecolatina, la clásica que constituía su modelo, sino como un ejemplo de su decadencia, de un estado que anunciaba su pronta caída y que justificaba, por tanto, la ascensión del cristianismo superior a ellos en un plano moral (un modo de pensamiento que no es muy distinto del de los radicales islámicos, que se también se consideran superiores a la decadente sociedad occidental). Una respuesta similar a la del crítico Ruskin, enamorado de la belleza ideal de las estatuas de mármol, y que, al ver desnuda a su mujer, no pudo consumar el matrimonio, del asco que le dió comprobar que las estatuas no tienen vello púbico.

Pero tan importante como este encuentro con la Roma real, la habitada por personas de carne y hueso, tan diferente la escrita, habitada por modelos e ideales, fue la triste constatación de todo aquello que, en términos de arte, nos había robado el tiempo, especialmente en lo referido a pintura.

En ese tema, los escritores antiguos, ya nos habían dejado vívidas descripciones del nivel alcanzado por griegos y romanos. Unas descripciones que nos hablaban de un realismo ilusionista de proporciones casi míticas, capaz de engañar al ojo y hacerse pasar por la propia realidad. Algo casi increíble, y que para un pintor del renacimiento o del barroco, de aquellos que estaban recreando la pintura (y sería a mediados del XVII cuando la pintura figurativa alcanzase su perfección, el punto donde se detiene la evolución de un estilo y a partir del cual no queda sino inventarse otro nuevo) debía sonarle simplemente a ideal estético, a algo que le sirviera de guía, de ideal, pero que no podría alcanzarse nunca, ni lo había sido en el pasado.

Sin embargo, cuando se desenterraron los frescos de esta ciudad, quedó claro que los escritores antiguos no habían exagerado en lo más mínimos, más si se tiene en cuenta de que Pompeya era una ciudad provinciana, a la cual sólo acudirían los artistas de segunda y de tercera. Razón por la que asusta imaginar lo que podría hacer un artista de primera clase en la capital del imperio, es decir, alguien que contase con el talento apropiado, junto a los materiales y el tiempo que le permitiesen utilizarlo al máximo.

Asusta, es cierto. En eso pensaba yo al contemplar el fresco de Aquiles y su maestro Quirón, encontrado en esa ciudad y con el que encabezo esta entrada.

Porque los cuerpos y la actitudes estaban narrados con tanta precisión, con tanta realidad, que cuesta pensar en un pintor conocido que pudiera haberlo plasmado mejor

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