The forces that brought the National Movement to a bitter end, however, were more complex. Above all, the political volatility of the postwar era and the presence of many players created an environment of perpetual turmoil. The combination of an insecure monarch with memories of his father's downfall, a royal court susceptible to intrigue, a reinvigorated officer corps in search of power and privilege, an old elite clinging to its privileges, corrupt deputies of the Majles, the comings and goings of impermanent governments, the presence of a well-organised and ideological Tudeh Party, and extremist Islamic tendencies -all them made designing any workable consensus highly formidable, if not impossible. Before Mosaddeq both Quram and Razmara had failed to master the treacherous political terrain. The widening political chasm aside, the forces at play in any particular moment could forge odd and opportunistic alliances while other were willing to change course or even to act as foreign proxies, a situation that called into question the loyalties of many politicians of the period.
Abbas Amanat, Iran, a modern history
Las fuerzas que contribuyeron al final abrupto del Movimiento Nacional (el liderado por Mosaddeq) eran, sin embargo, más complejas. Por encima de todo, la inestabilidad política de la postguerra y la conjucción de muchos actores políticos crearon un ambiente de constante desorden. La combinación de un monarca inseguro, con el recuerdo de la caída de su padre; una corte real proclive a las intrigas; un cuerpo de oficiales reforzado, en busca de poder y privilegios; una antigua elite aferrada a sus privilegios; los diputados corruptos del Majles (parlamento iraní); el ascenso y caída de gobiernos efímeros; la presencia del Partido Tudeh (comunista), bien organizado y adoctrinado; tendencias radicales islámicas... todo ello convertía en casi irrealizable la tarea de crear un consenso que funcionase. Antes de Mossafeq, tanto Quram como Razmara habían fracasado a la hora de controlar un escenario político traicionero. Dejando a un lado los abismos políticos, las fuerzas en liza en cada momento podían forzar alianzas extrañas y oportunistas, mientras otras estaban dispuesta a cambiar de dirección o incluso a actuar como intermediarios del extranjero, una sitación que ponía en tela de juicio la lealtad de muchos políticos de la época.
En la entrada anterior les había comentado la importancia capital de las revoluciones de 1905 a 1911 en los imperios Ruso y Otomano, Irán, México y China. No sólo son movimientos de cambio político extraeuropeos -con la excepción de Rusia- que desplazan el foco histórico de las potencias coloniales al Tercer Mundo, sino que tienen como objetivo el establecer regímenes democráticos -en ocasiones incluso de izquierda radical- que permitan a sus países ponerse a la altura los países europeas. Se trataba así de conseguir el mismo resultado que el Japón Meiji que, en un tiempo record, consiguió salvar un atraso técnico que se remontaba a los inicios de la Revolución Industrial en el siglo XVIII, además de constituirse como potencia regional. Sin embargo, Japón fue una excepción. Otros países, como Egipto o Madagascar, habían intentado seguir la misma ruta en el XIX, para acabar siendo anexionadas a uno u otro imperio colonial.
En el caso de las revoluciones de la primera década del XIX no se producirá esa conversión en colonia -las potencias coloniales, a pesar de estar en su cénit, estaban ya al límite de su potencial humano y económico-, pero todas se saldarían en un fracaso. Los parlamentos surgidos de ellas, u otros fenómenos más avanzados, como los primeros Soviets Rusos, se revelarían frágiles y efímeros. Casi en seguida se convertirían en sede de poderes autoritarios de nuevo cuño, incluso totalitarios precedidos o seguidos por largas y cruentas guerras civiles que dejarían a esos países extenuados, prestos para ser repartidos entre las potencias coloniales, si éstas no hubieran quedado agotadas por el estallido de la Primera Guerra Mundial. Unos procesos de cambio político de muy amplio rango, que seguirían vigentes hasta el fin del siglo XX -en ocasiones hasta el XXI- y en los que, por primera vez, la religión no jugaba ningún papel. Incluso se la consideraba como una antigualla en proceso de extinción, en claro constante con su vuelta al primer plano político desde 1980 en adelante.
En Irán, la revolución constitucional de 1908 abrió un periodo de cambios acelerados que transformaron su sociedad de arriba a abajo. En los setenta años siguientes, ese país islámico devendría cada vez más parecido, en el plano cultural, a los países de Europa. Por que se hagan una idea, tras la Primera Guerra Mundial llegó a instaurarse una república soviética en el centro del país que, aunque efímera, dejo un impacto duradero, sin olvidar que el partido comunista Tudeh era de los más organizados del mundo, siempre en el centro de todas las convulsiones y revoluciones del país, además de contar con una capacidad de regeneración insospechada frente a cualquier giro autoritario. Sólo la instauración de la República Islámica, a la que el contexto de la guerra a muerte entre Iraq e Irán permitió desencadenar una represión ciega y despiadada, permitió quebrantar de forma definitiva una organización central en la historia del siglo XX.
Sin embargo, a pesar de esta efervescencia política, los numerosos intentos por establecer una democracia laica en el país fracasaron. No tanto por la influencia de los sectores religiosos, que sólo conseguirían retomar su influencia determinante en 1979 -y esto por incomparecencia del contrario-, sino por la injerencia extranjera en alianza con las elites, tanto nuevas como tradicionales. Hay que recordar que el Majles -el parlamento que la revolución de 1909 salvó y consolidó -, así como los intentos de reforma fiscal y económica que siguieron -planeados por un político norteamericano-, fueron frustrados por la intervención de una unidad de élite del ejército: la caballería cosaca que el Imperio Ruso había puesto al servicio de la dinastía Qajar, tanto como protección de esos gobernantes como elemento de control exterior.
Asímismo, el ascenso de la dinastía Palhevi y la substitución de su fundador, Rezah Shah, por su hijo Mohamed Reza, se producen en el contexto de las dos guerras mundiales. Las dos potencias dominantes del entorno, Rusia -luego la URSS- y el Imperio Británico, que se habían repartido Asia Central en zonas de influencia, fuerzan un cambio de gobierno en Irán para evitar que el enemigo mutuo se haga con esa pieza del tablero. En el caso de la Primera Guerra Mundial, para evitar que el Imperio Otomano pudiese extender las operaciones militares hacia Asia Central y la India; en el caso de la Segunda, para contrarrestar un posible efecto domino que cortase el suministro de petróleo y las comunicaciones terrestres con la URSS. En 1942, la mitad de Oriente Próximo estaba en manos de la Francia de Vichy, aliados nominales del Eje, mientras que otros protectorados británicos, como Irak, mostraban signos de nerviosismos, cuando no de rebelión abierta.
La peor intervención, con todo, fue la operación secreta angloamericana para derribar el gobierno de Mosaddeq, realizada en 1953. Este político iraní, representante de los sectores más progresistas del país, había llegado al poder con la promesa de liberar a Irán del dominio extranjero sobre su recurso natural principal: el petroleo. La oposición de las petroleras británicas - la Anglo-Persian Oil Company - a cualquier acuerdo que rebajase su porcentaje de beneficios, le llevó a adoptar una medida radical: la nacionalización de sus activos e instalaciones. En el contexto de la guerra fría, los EE.UU temieron que esto fuera el preludio de un acercamiento a la superpotencia enemiga. Un peligro que no se limitaba al cambio de bando, sino que implicaba la pérdida de los recursos petrolíferos iraníes para Occidente. El resultado fue la operación Ajax, un golpe de estado con apoyo anglobritánico, que reforzó las tendencias dictatoriales del Shah, conjugadas con una represión indiscriminada sobre cualquier asomo de disidencia.
Mossadeq acabó convertido en un héroe. Aunque no murió, sí fue confinado en su domicilio, de donde no saldría ni siquiera cuando falleció. Su figura acabó siendo inseparable de esas apetencias de libertad, democracia y laicismo que nunca han abandonado la cultura política iraní, incluso durante la larga noche del régimen islámico. Sin embargo, como bien señala Amanat, no todo fueron luces en la gestión de Mossadeq. En sus medidas políticas es visible una ingenuidad manifiesta, propia de tantos idealistas políticos cuando se enfrentan al cinismo de los poderosos, sin dejar de lado su deriva autoritaria, a medida que su gobierno se veía acorralado. No obstante, no hay que olvidar que su caída represento a largo plazo una derrota de las aspiraciones progresistas en Irán, así como de la presencia occidental en ese país.
Aunque pareciese que los EE.UU y el Shah habían sido los ganadores del pulso con Mossadeq, y que el régimen se había afianzado definitivamente, la victoria correspondía a un bando inesperado: los sectores religiosos. Sería en las décadas siguientes, ante el fracaso de las ideologías liberales y marxistas, que los movimientos de protesta empezarían a gravitar en torno de la única institución que no había resultado manchada por los conflictos del siglo XX: la jerarquía islámica encabezada por Jomenini. Bastaría que el gobierno del Shah fracasase en su intento por eliminar la pobreza en Irán -harto difícil para un sistema basado en la corrupción, el despilfarro y la represión- para que esas fuerzas subversivas se revelasen incontenibles, al reunir en torno a sí a descontentos de muy diversos orígenes.
La revolución de 1979 triunfó, casi por necesidad, pero no era ineluctable que su vencedor fuera el clero islámico. Si ocurrió así fue, como con el partido Bolchevique en 1917, porque se mostraron más radicales y despiadados que el resto de fuerzas políticas, incluido el disciplinado Tudeh. Las fuerzas progresistas que contribuyeron a traer la revolución nunca tuvieron la determinación, ni la claridad de miras, para unir fuerzas y conducir a Irán a la democracia. Por el contrario, Jomeini supo ir conquistando parcela de poder tras parcela de poder, eliminar a un enemigo tras otro, hasta quedar él -y sus correligionarios- como única fuerza indiscutible.
Pero esto es ya otra historia, que ya les comenté en otra ocasión.
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