Durante esta revisión de la filmografía de Agnès Varda, les he señalado ya, en varias ocasiones, como en su obra se difuminan las fronteras entre la ficción y el documental. Esta directora habla siempre de lo que le rodea, de la gente que conoce y de las confidencias que han compartido con ella, lo que se plasma en ficciones con un claro soporte en la realidad, o bien en documentales que ilustran en imágenes lo que permaneció para siempre invisible. Extremos entre los que se halla un infinito de mezclas y cruces, tornando ejercicio estéril el intentar deslindar entre lo real y lo ficticio.
Jacquot de Nantes (1991) es un ejemplo, quizás el mejor, de esta hibridación entre géneros. Se trata de una biografía de la niñez y juventud de su marido, el también director Jacques Demy, centrada en describir como las inclinaciones artística se despertaron en el hijo de un mecánico de Nantes, todo ello en medio de un periodo de radicales convulsiones políticas, como fue el de la Segunda Guerra Mundial. Una narración que no busca ser cartesiana, muchos menos dramática, sino evocadora de un tiempo y un modo de vida ya desaparecidos, un tanto al estilo del Fellini de Amarcord (1973). Abunda, por tanto, en desviaciones que sirven para resaltar detalles en apariencia nimio, pero que dejaron un poso que luego se reflejaría en la carrera fílmica de Demy. Con esa intención, la secuencia de acontecimientos se ve interrumpida por citas de películas de este director, demostración visible de esas corrientes subterráneas que resurgen una y otra vez en su filmografía.
Una conexión entre lo vivido y lo pintado, característica de todo artista que, no obstante, es al mismo tiempo negada. Mientras que la mayor parte de la película es en blanco y negro, cambia al color en los momentos en que el joven Demy se encuentra con el mundo de la ficción o lo recrea: representaciones teatrales, funciones de títeres, bailes y carnavales. Como si ese mundo soñado, en su irrealidad, tuviera más consistencia que aquel que habitamos. Esa constatación puede sorprendernos, pero basta rebuscar entre nuestros propios recuerdos para descubrir qué ha quedado conservado en ellos: juegos infantiles, lecturas, películas. Todo aquello, en definitiva, que nos liberó por unos breves instantes de la normalidad asfixiante que supone nuestra existencia.
¿Y en cuánto a la película en sí? Pues debo decirles que no me ha gustado tanto como otras de Varda. Tiene grandes momentos, transidos de la admiración que Varda sentía por su marido, tanto personal como profesionalmente. Asímismo, asombra la perseverancia que, desde edad muy temprana, Demy mostró en hacer realidad su vocación. En esa tarea le ayudo el haber crecido en una familia de mecánicos: su habilidad con las herramientas le permitió resolver problemas técnicos cinematográficos complejos y remedar la historia del cine en su desván. El sólo y por sus propios medios. Me resultó también inesperado descubrir que sus primeros pinitos los hizo en la animación: pintando sobre celuloide en blanco y creando cortos en stop-motion. Extraños orígenes para alguien que luego no se separaría de la imagen real.
Sin embargo, para cuando Varda crea esta biografía, Demy era ya una figura transnochada. Salvo la muy notable Une chambre en Ville (Una habitación en la ciudad, 1982), de 1970 en adelante su carrera no fue más que una sucesión de fracasos. Su periodo de gloria apenas abarca una década, la de los sesenta, en la que le dio tiempo a encontrar una fórmula -la del cine musical- y agotarla por completo. En comparación, su esposa Varda encontraba nuevos caminos a cada película, sin permitirse quedar atascada en una manera. Esta constatación, presente en la memoria de todo cinéfilo, dota a esta película de un tono crepuscular, en contraste con su intención celebradora.
Se trata, más bien, de una elegía, tanto más cuanto que Demy había muerto el año anterior.
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