martes, 8 de diciembre de 2020

En busca de Varda (XV): Kung-Fu Master! (1988)

Me estoy dando cuenta de que, durante la década de los ochenta, Agnès Varda tendía a emparejar sus películas. No porque las concibiese así desde un principio, como continuaciones o reescrituras la una de la otra, sino porque las posibilidades descubierta durante la producción del primer filme, ya provinieran del entorno, el tema o los actores, hacían necesario un segundo en el que fuesen plasmadas. Así, debido a la estrecha relación personal que se trabó entre Jane Birkin  y ella, durante el rodaje de Jane B. par Agnès V (Jane B. por Agnès B,1988), la actriz/cantante sugirió a la directora la filmación de una historia que tenía en mente. Varda aprovecho esa invitación para realizar un pequeño experimento: el rodaje sería un asunto familiar, una obra de cámara, con los hijos e hijas de ambas interpretando papeles principales en la trama.

Y llegado aquí, una breve pausa. Sé que se habla mucho de películas que no se podrían rodar en nuestros días, dada la fiebre puritana, atizada desde la izquierda y la derecha, que parece haberse apoderado de nuestras sociedad. Aunque es cierto que no existe una censura como tal, sí que hay temas y enfoques que se tiene mucho cuidado de no tocar o, en el caso de hacerlo, revestirlos de una armadura moral que desactive de antemano cualquier posible ultraje. Así en las décadas de los setenta y ochenta, se pudieron tocar temas como el incesto -recuerden la Luna (1979), de Bertolucci- o los amores con menores -Pretty Baby (La pequeña, 1978) de Louis Malle - mientras que ahora abordarlos podría rozar el delito. Recuerden que las leyes españolas prohíben insinuar la posibilidad de relaciones sexuales con o entre menores.

Si les comento esto, no es por soltarles una diatriba, sobre nuestra falta actual de libertad creativa, sino porque Kung-Fu Master va precisamente de eso: de relaciones amorosas entre un adulto y un menor. En concreto, del personaje interpretado por Jane Birkin, divorciada y a cargo de dos niñas -sus hijas en la vida real- y el adolescente encarnado por uno de los hijos de Varda. Es una historia que, además, tiene un cierto carácter documental, al reflejar dos fenómenos típicos de los ochenta que siguen muy presentes en nuestro presente: los videojuegos y el SIDA. 
 
En el caso de los primeros, como elemento que ha ido ocupando un lugar primordial en el tiempo y la memoria de las generaciones nacidas de 1970 para acá, pasando de ser máquinas especializadas en bares y galerías de juegos -las llamadas tragaperras- a convertirse en un electrodoméstico más, las consolas de juego, incluso ocupando el lugar de otros como el ordenador o la cadena musical. En el caso del segundo, como primer ejemplo, en nuestro mundo contemporáneo, de una pandemia contra la que no había medios de defensa, fuera de los profilácticos, lo que nos forzó a habituarnos a convivir con ella, cambiando nuestros modos de vida. Incluso los más acendrados, como ha ocurrido ahora con el COVID.

Ambos elementos son citados una y otra vez a lo largo de la cinta. El SIDA, como amenaza que transformó nuestra visión de la sexualidad, además de contribuir a hacer visible -de la peor manera- la situación de discriminación de los homosexuales, grupo de riesgo por antonomasia junto a los heroínomanos y los hemofílicos. Los videojuegos, como elemento distanciador entre generaciones que incrementaba su incomprensión natural. Del lado de los mayores, al ser considerada como ocupación incomprensible, que sólo servía para hacer perder el tiempo a los jóvenes, extraviándoles de los estudios y la consecución de una carrera. Para los jóvenes, puerta abierta a mundos nuevos y desconocidos, cuya exploración bien valía todo el tiempo que se les dedicase y cuya superación otorgaba prestigio y admiración.

En el caso del personaje de Birkin, es ese ese factor -en concreto, el juego llamado Kung-Fu Master- el que desata su atracción irresistible por el adolescente interpretado por el hijo de Varda, agravado por cierto vacío existencial y la melancolía ante una juventud que ya no volverá a disfrutarse. Una relación que llegará a consumarse carnalmente, pero que la directora ni idealiza ni demoniza. Cualquier posible romantización queda conjurada porque el adolescente queda en todo momento retratado como tal: inmaduro, con apariencia infantil, torpe y desconsiderado, incapaz de darse cuenta de las consecuencias de esa relación. Para él, no es otra cosa que un juego más, que dejará a un lado cuando se le acaben las monedas o cuando derrote al último boss.
 
Prosaísmo realista que tampoco implica reprobación, mucho menos hacia el personaje de Birkin. Nosotros, los espectadores, y ella misma sabemos que esa relación no es normal, que es un error del que pueden derivarse, como ocurrirá, consecuencias irreparables. Sin embargo, Varda, y también nosotros, sabemos que contra la atracción y el deseo no se puede luchar. Como mucho se puede huir, poner tierra por medio. Algo muy difícil de hacer cuando el objeto de nuestros anhelos está presente ante nuestros ojos de forma cotidiana.

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