miércoles, 23 de diciembre de 2020

Pervivencias en el presente

Robert Rauschenberg, Litografía de la serie Stoned Moon


 En el Caixaforum madrileño han coincidido dos muestras que comparten un mismo defecto: anunciarse con títulos equívocos. No es algo inusual en el panorama expositivo y se debe, es obvio, a meras estrategias de mercado. No hay nada mejor que adjuntar el adjetivo impresionista, surrealista o pop -o en su defecto, el de un artista de renombre- para tener asegurados llenos diarios, aunque luego en realidad la exposición vaya por otros derroteros muy distintos. Esta separación entre nombre y contenido no quiere decir que esas muestras sean malas, ni mucho menos. He visitado ya muchas con cebo que luego, cuando descubrías su tesis real, se revelaban excepcionales.

En el caso de El sueño americano, del Pop a la actualidad, el gancho está en la referencia al Pop-Art, que en un aficionado medio se asocia de inmediato con Andy Warhol. Sin embargo -por suerte, iba a añadir- el Pop Art es mucho más que este artista y su Factory. En mi opinión, Warhol siempre fue bastante conformista y pronto se encasilló en unas cuantas formulas que hacen referencia a iconos de la cultura popular. Esto explicaría su gran éxito, ya que sus obras son reconocibles al instante, son bastante accessibles y apelan a símbolos compartidos por todos. O al menos por las generaciones de 1960 a 1980. Por el contrario, otros artistas del mismo movimiento, como Rauschenberg, se embarcaron en una búsqueda formal continua, al tiempo que sus referencias eran mucho más sutiles.

Por fortuna, la muestra del Caixaforum intenta mostrar la variedad inacabable de ese movimiento, explorando además una vertiente que no suele ser muy usual en este tipo de muestras: la obra gráfica. Una novedad que aportaron los artistas del Pop a la historia del arte es trasladar el grabado -la litografía, en este caso- al gran formato, gracias a los avances técnicos. La obra gráfica, que hasta entonces pertenecía al entorno privado y del libro, podía exponerse en las paredes de los museos junto a la creación pictórica, sin desdoro alguno ni complejos de inferioridad.

Además, este recorrido por el arte americano posterior a los años sesenta no queda limitado al Pop. En las diferentes salas puede apreciarse como el expresionismo abstracto de los cincuenta continuó su andadura, aunque ya no como estilo único del arte americano, al tiempo que surgían nuevas propuestas. Tanto del lado de una abstracción renovada, ya fuera minimalismo o arte conceptual, como del renacimiento del arte figurativo, que buscaba huir del autismo en que muchos pintores abstractos se habían encerrado.

Joan Miro, Maniquí de la exposición internacional surrealista del año 1938

Mucho más discutible es el punto de vista de Objetos de deseo, surrealismo y diseño, 1924-2020. Es encomiable que se intente poner de manifiesto la pervivencia del surrealismo en nuestros días, quizás la única vanguardia, junto con la abstracción que sigue bien viva. Sin embargo, encuentro que hay una clara derivación hacia el uso comercial de las posibilidades de este movimiento. El Surrealismo, como cualquier otro movimiento artístico contestatario, ha sido domado por nuestra sociedad de consumo. Sus armas de subversión se han tornado herramientas de venta, de forma que el impacto de estos objetos surreales contemporáneos no pasa de ser chocante, cuando en los años de auge del movimiento pretendía sacudir conciencias y quebrar convicciones.

Al menos, hay que reconocer que la muestra no intenta ocultar sus intenciones. Ya en su primera sala se invoca el fantasma del Dalí neoyorquino de 1940, ese avida dollars, en expresión de Bretón, que pulió sus intenciones transgresoras iniciales de la década de los 30 para vestir escaparates en la Quinta Avenida y colaborar con Disney o con Hitchcock. Esa punto de partida tiñe todo el desarrollo posterior de la exposición, que en ocasiones linda con la decoración de interiores y la publicidad corporativa. El arte al servicio del negocio, lo cual no es que sea malo en sí - toda la pintura del XV al XIX es propaganda del poder y la religión- pero casa mal con un movimiento, como el surrealismo, que se pretendía revolucionario. Debelador de la sociedad capitalista y los usos burgueses.

Al final nos quedamos con un suerralismo de andar por casa, que podemos poner en nuestros salones como adorno, sin que su presencia asuste u ofenda a nadie. Y es una pena, porque el objeto surrealista daría mucho que habla. Una riqueza temática que se deja traslucir en la muestra, pero que no es explorada en la amplitud que merece. quizás porque esta intenta abarcar más de lo que le permite su espacio. No hubiera estado de mas señalar como la obsesión surrealista con el object trouvé o el ready-made - es decir, el dirigir la mirada hacia las fórmulas populares de la cultura-, anticipa la concepción postmoderna de un arte sin clasificaciones, donde todas sus manifestaciones son válidas. Una posición  radical en su tiempo, pero que ha acabado siendo pervertida en el nuestro, donde estas formas populares son creadas -y forzadas sobre nosotros- por grandes corporaciones.

Asímismo, otro de los grandes inexplorados -aunque se han hecho muchos intentos parciales- es la tensa relación entre los surrealistas y la mujer. No sólo por el hecho del uso fetichista -y en ocasiones sádico- que estos artistas realizaban del cuerpo femenino, sino por el olvido en que cayeron -hasta ayer mismo- toda una constelaciones de artistas femeninas surrealistas, que poco o nada le deben a sus correligionarios masculinos. Hablamos de Leonor Fini, Lee Miller, Meret Oppeheim, Claude Cahun, Leonora Carrimgton, Dorothea Tanning, Kay Sage, Toyen, Dora Maar y tantas y tantas otras.

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