Tengo un gran recuerdo de la serie de anime Maria Sama ga mite iru (Marimite para los amigos), que llegó a contar con cuatro temporadas, repartidas de 2004 a 2009. Supuso un cambio fundamental en mi forma de consumir anime, comparado con mi periodo fundacional, del 2000 al 2005, plagado encuentros esporádicos -en el cine, en la televisión, en mis compras de DVD-, con gran retraso respecto a su estreno. De esta serie en adelante, ver un par de episodios al día, justo antes de irme acostar, pasó a ser una constante en mi rutina diaria, sin olvidar que veía esas series casi en sincronía con su estreno en Japón. Un entusiasmo en claro contraste con mi desapego reciente, desde hace un par de años, que ha culminado en que he dejado de ver series por completo. Salvo mis reposiciones privadas, claro está.
Pueden imaginarse, por tanto, que corrí a hacerme con Marimite una vez que supe que la editaban en Blue Ray. Quizás en la esperanza de reavivar parte de mi apagada pasión de antaño. No voy a decir que he sufrido una decepción, porque sólo lo ha sido en parte. La he encontrado envejecida en su animación, con esa rigidez propia del periodo de transición, a principios de este siglo, entre la animación basada en cells y la construida en el ordenador. Se nota que aún no se dominaban las capacidades expresivas de esa nueva técnica -recuerden lo que les contaba de Kyoani en una entrada anterior -, por lo que aún tiraban de soluciones de compromiso, que ahora nos parecerían chapuceras. Tosquedad a la que no ayudaba mucho la evidente falta de presupuesto de las dos primeras temporadas, aun así las más inspiradas.
Hay aspectos temáticos que tampoco han resistido muy bien el paso del tiempo. Si no lo saben, la serie narra las relaciones, más que de amistad, entre las alumnas de un colegio católico del japón, donde se ha establecido un curioso sistema de patronazgo: las más mayores eligen a una menor como su suru (transcripción del término francés soeur, en su doble significado de hermana y sor, como las del propio colegio), con la cual establecerán un lazo afectivo que roza el de amantes, aunque sin llegar a expresarse de forma física. Fuera de esa consumación, todo lo demás es indistinguible de una relación amorosa, incluidos los consabidos malentendidos y peleas de enamoradas, así como sentimientos de auténtica dependencia, de imposibilidad de continuar viviendo, si no es con y junto esa otra persona.
No es de extrañar que se haya convertido en un icono del yuri -género que basa su atractivo en la representación, más o menos estilizada, más o menos fantasiosa, más o menos convencional, de relaciones lésbicas-, aun cuando sólo uno de los personajes sea homosexual de forma consciente y confesa. El resto permanecen en una ambigüedad premeditada que nunca llega a resolverse, en gran parte motivada por el prejuicio que sigue existiendo en el Japón ante a estas relaciones, consideradas como algo pasajero, propio de una edad en la que el carácter aún no se ha formado. Esa idealización platónica, todo sentimiento, nada corporal, conduce a que el modo en que la serie describe estas relaciones abunde en azúcar, en ocasiones empalagoso e indigesto.
Otro problema de la serie es común al anime y, en general, a todo material seriado. Conflictos que hubieran bastado para llenar una novela entera son resueltos en apenas un par de episodios, algo que en sí no es un defecto, sino fuera por la tendencia a perder personajes. Por ejemplo, uno central en Marimite durante dos temporadas, tanto que incluso se le hace mudarse a una universidad cercana, con la clara intención de que siga influyendo, se va difuminando, pierde toda entidad y pasa a a ser un mero comparsa, sin que eso provoque reacción alguna en el resto del reparto. Otros, además, cobran una cualidad maleable que les hace variar de carácter según lo necesite la acción -y no al contrario-, al tiempo que otros parecen ser llamados a escena sólo cuando su único rasgo definitorio es requerido.
También hay que recordar que algunos conflictos presentados en la serie -y no los relativos a la homosexualidad- pueden parecer repelentes a nuestra sensibilidad actual. Por ejemplo, en la cuarta y última temporada, uno de los personajes tiene que lidiar con que su padre se haya casado con su mejor amiga -y haya incluso tenido un hijo con ella-, para acabar aceptándolo con alegría, de forma repentina, como si fuera algo natural. En su momento ya me pareció chocante, cuando no rayano con el insulto a la inteligencia, pero ahora me parece sencillamente inaceptable. No porque no crea que esas relaciones intergeneracionales deban ser prohibidas, sino por la enormidad abrumadora que esa relación, que ve como una doble traición, supone para el personaje. Un abismo casi infranqueable que se resuelve de un plumazo, como si nunca hubiera existido.
Sin embargo, a pesar de los muchos defectos que llevo enumerados, sigo enamorado de esta serie. En su momento, la profundidad, desconocida y arrebatadora, de las relaciones que unían a esas jóvenes me fascinaba hasta dejarme inerme. Quizá porque yo jamás había experimentado algo así, de esa categoría única y definitiva, y deseaba gozar a mi vez de una pasión de ese calibre. Me veía reflejado en ellas, o al menos contemplaba como modelo, de todo aquéllo que nunca fue en mi existencia.
Y así me ocurre que reconozco instantes muy concretos de la serie, aquéllos que me arrebataron y que seguían sin ser olvidados por entero, latentes. En ellos, me reencuentro con mis sentimientos de antaño, vuelvo a ser quién fui.
Considero mis esperanzas aún posibles y realizables.
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