domingo, 8 de noviembre de 2020

No es suficiente



























































Hacia la mitad de la primera década de este siglo, Kyoto Animation, Kyoani para los aficionados, se coló en los primeros puestos de las productoras de anime. Su éxito se debió a que, en ese tiempo de transición, los estudios consolidados aún no se habían dado cuenta de las posibilidades expresivas de la animación 2D por ordenador, mientras que Kyoani comenzó a explotarlas al máximo. No con la intención de aturdir al espectador con explosiones y acción sin pausas, sino para describir con detalle obsesivo las más mínimas acciones humanas. Esa atención a los ademanes y expresiones de los personajes ya se había visto en otras producciones, pero las limitaciones presupuestarias lo limitaban a secciones muy concretas, perdidas en medio de largos tramos estáticos. En el caso de Kyoani, por primera vez, ese detallismo abarcaba el producto completo, a lo que había que añadir una delicadeza y una pericia en su reproducción pocas veces visto antes, así como en la oportunidad de esos detalles, .

Ese sello de estilo, quizás debido a la predominancia de mujeres en su equipo creativo, ha sobrevivido a los décadas e incluso a catástrofes como la matanza masiva que un enajenado causó en una de las sedes del estudio. Sin embargo, la producción de Kyoani no está exenta de defectos. En esos años de ascenso y consolidación fueron decisivos en promover la consolidación del complejo Moe/Kawai, que tanto astraga al anime actual, a lo que habría que añadir una endeblez en sus guiones, plenos en inconsistencias y soluciones convenientes, tan común a tantas otras producciones. Sin embargo, aun así han conseguido crear obras que figuran entre los mejor del anime: bien manteniendo controlada su propensión a la sensiblería, caso de Liz to Aoi Tori (Liz y el pájaro azul, 2108, Naoko Yamada); bien explorando territorios que no les eran propios, caso de Nichijou (Mi vida normal, 2011, Tatsuya Ishihara); bien contando con un material de partida sólido que podían ilustrar con brío, caso de Hyouka (2012, Yasuhiro Takemoto).
 
Violet Evergarden Gaiden: Eien to Jidō Shuki Ningyō (Violet Evergarden: La eternidad y la muñeca mecánica, 2019), de Haruka Fujita, es una película continuación de la serie Violet Evergarden (2018, Taichi Ishidate). La serie original recreaba  un mundo paralelo al nuestro durante la década de 1920, también recuperándose de una guerra mundial larga y mortífera, en donde una antigua combatiente, entrenada como soldado de élite con características robóticas, intentaba recuperarse de sus heridas y del trauma de los combates. Una premisa muy interesante, que sin embargo quedaba pronto arrumbada, ante la inclusión de elementos de lo que se conoce como slice of life -costumbrismo, en nuestras latitudes-, que no se llegaban a conjugar de forma armoniosa. Añádase, para empeorarlo, una tendencia por buscar una belleza de tintes sublimes que, como bien se sabe, es muy fácil que desemboque en cursilería, cuando no en el ridículo más vergonzoso, como era el caso de algunos episodios.
 
La película, por el contrario, sabe manejar mejor esas contradicciones, adquiriendo un tono más homogéneo, el de una intimidad que se va reforzando, profundizando, a medida que avanza el metraje. A pesar de ello, no está exenta de errores burdos. El primero, heredado de los modos hollywoodianos, es una banda sonora que quiere ser memorable en todo momento, incluso cuando los personajes se toman un bocadillo, de manera que cuando tiene que ir a por todas encuentra que ha gastado la munición. Ya no tiene cómo ni con qué  subrayar los momentos cruciales. Únase a esto el estar dividida en dos partes independientes que no acaban de encajar bien, desajuste empeorado por evidentes inconsistencias de guion. Por ejemplo, no tiene sentido que un personaje se convierta en aprendiz de otro, para que luego su maestro desaparezca por completo, substituido en esa labor de enseñanza por el protagonista. No se lo podía dejar fuera, aun cuando con esa inclusión dejaba de tener sentido la relación alumno/instructor, que luego se quiere recobrar de improviso,  cuando vuelve a hacer falta, pero sin haberla desarrollado.
 
En el debe hay que añadir también esa fascinación que los japoneses tienen por la sociedad europea a caballo de 1900, sin darse cuenta de lo clasista, discriminatoria e injusta que era. Se dejan fascinar por el oropel, los vestidos y el refinamiento, aun cuando éstos no son más que grilletes que abruman a los personajes y tendrán influencia perdurable en sus acciones, destruyendo sus sueños, encarcelándoles en una papel que aborrecen. Incluso peor, porque sí que se insinúan pero luego se apartan, se nos quieren obligar a olvidarlos, como innecesarios y sin repercusiones. Todo porque queda muy relumbrante mostrar un baile como los de dates o las enrevesadas prescripciones de etiqueta que distinguen a la aristocracia de la chusma.
 
Sin embargo, si se soslayan estos defectos,en su animación brilla la pericia sin par que se asocia con Kyoani desde hace veinte años. Pero no en el sentido de apabullar al espectador, como hacen otros, sino en el de parti una escena íntima entre dos personajes, en apariencia secundaria, casi sobrante, y represantarla con el mínimo de gestos, calculados y precisos en su recreación, lo justo para que sintamos las crecientes corrientes de simpatía entre ambos personajes, el profundo agradecimiento que uno de ellos comienza a sentir hacia el otro.
 
Y con esos momentos, únicos y pasajeros, me basta.
 
 

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