domingo, 29 de noviembre de 2020

Pozos

A estas alturas de siglo, creo que está claro que la animación en 3D se ha convertido en la técnica dominante del mundo de animación, al igual que la 2D lo fue, más o menos, hasta el año 2000. Sin embargo, su impacto ha sido muy desigual, no siempre en las direcciones esperadas. La mayor perjudicada por su ascensión ha sido la animación 2D, que ha cedido su lugar a la 3D en Occidente y empieza a perder predominancia en Oriente.  En forma disfrazada allí, dado que no es fácil acostumbrar al público al acabado tradicional del anime. Aun así, no son pocas la películas y series  que se limitan a dar un acabado en 2D a un producto que era 3D hasta ese instante. Por el contrario, la animación fotograma a fotograma ha experimentado un renacimiento inesperado, aun cuando debería haber sido la más perjudicada, ya que su acabado es muy similar al de la 3D.

Ese es el caso de Ma vie de Courgette (La  vida de Calabacín, 2016), de Claude Barras, que se granjeó amplia fama en el momento de su extremo, para luego pasar a formar parte del elenco de mejores películas animadas de la década de 2010. Esa posición no es tanto por la calidad de su animación -notable y sensible, pero no magistral-, sino por otro fenómeno también muy reciente, de 1990 para acá, que se ha desarrollado en paralelo a la 3D y la implantación del ordenador como herramienta imprescindible: la consideración de la animación como medio válido para abordar temas serios. Aunque aun queden resabios de esa igualación de la animación con la puerilidad, ya nadie se sorprende porque una película animada hable de la guerra, los conflictos políticos e ideológicos, el envejecimiento y la muerte, los laberintos del sexo y el amor. O como es el caso, de la orfandad.

No la de cualquier huérfano, sino un caso muy concreto y difícil de tratar: el de los huérfanos que no lo son de nacimiento, sino que llegan a él cuando ya pueden tener consciencia de su estado y, además, lo han hecho de forma traumática. Se trata de niños que han sufrido, por tanto, daños psicológicos graves, dado que provienen de hogares destrozados -por las drogas, los violencia doméstica o la delincuencia- o que han sufrido maltratos a manos de sus progenitores. Su forma de contemplar el mundo es la de una extrema desconfianza, desengaño y falta de esperanza, que puede expresarse en forma de ensimismamiento -autismo inducido- o de violencia ilógica contra todo y contra todos. Síntomas agravados, además, por una idea desoladora, imposible de apartar a medida que los días de acogida se acumulan: la certeza de que nadie habrá de adoptarlos como hijos, dada su edad y sus circunstancias.

Adaptar esta realidad a una película, sea o no de animación, es muy delicado. No sólo por sus implicaciones, sino por los peligros evidentes que se corre en su tratamiento. El principal es el de la sensiblería de tipo hollywoodiense, que busque la lágrima fácil por parte del espectador, además de reducirlo a una superficialidad maniquea, donde todo quede solucionado con eliminar a los malos. En ese sentido, Ma vie de Courgette es una película ejemplar al evitar cualquier tipo de subrayado. Los elementos más truculentos, como podían ser los malos tratos, suceden o han sucedido fuera de cuadro, para centrarse en la soledad paralizante que atenaza a los huérfanos protagonistas. 

Es ese microcosmos de los niños, con sus difíciles relaciones personales y estructuras informales de poder, el que la película va a describir en detalle, con comprensión y humanidad. Un detalle que se conjuga con un ritmo lento y unos recursos casi minimalistas, tanto en la animación como en la banda sonora, apenas compuesta por breves citas pasajeras. Como les anticipaba, la situación personal de estos huérfanos es tan dura, tan irresoluble en apariencia, que no hace falta ningún subrayado. Lo que se necesita es sutileza, talento para describir con fineza los gestos cotidianos, las pequeñas felicidades que pueden parecernos nimias, pero que para estos niños son esenciales para continuar en marcha.

Y esto la película lo da con creces. Motivo suficiente para justificar el rango merecido que ha alcanzado.

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