El principal defecto de The Congress (El congreso, 2012), película de animación de Ari Folmanm, está en su prologo inicial de imagen real. Esos 45 minutos, de un total de dos horas, están rodados con ramplonería, lo que lleva al espectador a contemplarlos con indiferencia rayana en el aburrimiento. Sin embargo, no se puede prescindir de ellos, ya que contienen elementos esenciales a la trama posterior, pero a lo mejor sí podían haberse condensado un poco más. Es solo cuando la animación entra de manera repentina, en esa raya de los tres cuartos de hora, que la película cobra vida y se convierte en una obra notable. Quizá por el mismo contraste de su exuberancia visual con el tratamiento prosaico anterior.
Otra virtud de The Congress, aparte de su uso acertado de la forma animada, es que sabe conservar el espíritu e implicaciones de la novela de ciencia ficción que adapta, El congreso de Futurología de Stanislav Lem, aun cuando se aparte de su contenido en multitud de ocasiones y la lleve a territorios ajenos a las concepciones del escritor polaco. Si la han leído, sabrán que su protagonista, Ijon Tichy, invitado a un congreso de predicción del futuro, es arrojado a diferentes mundos paralelos, encerrados los unos dentro de los otros, producto de la ingesta, voluntaria o no, de diferentes drogas psicotrópicas. La acumulación de realidades verosímiles, pero incompatibles entre sí, llega a ser tal que, cuando se produce el despertar final de Tichy, tanto él como el lector ignoran si se ha vuelto a la realidad real o se sigue perdido en uno de esos otros mundos artificiales.
Esa pérdida de asideros, con respecto al mundo material de partida, se ilustra de manera brillante en la película con la transición a un mundo donde la animación es reina, substituyendo cualquier otra percepción sensorial. Sin embargo, no se utiliza el ultrarealismo es propio de la 3D, rasgo distintivo de la animación occidental actual, sino un estilo ya trasnochado, el de la rubber animation de los años 30. Esta elección estética inusual sirve para plasmar visualmente uno de los conceptos centrales de la película: esos suplementos químicos, distribuidos por una gran multinacional, convierten a la realidad en maleable. Cualquiera puede ser lo que se le antoje, sin limitaciones, cortapisas o prohibiciones, de forma que cada individuo vive aislado en su propio ensueño, mientras que en la novela de Lem se trataba de una alucinación colectiva, propiciada en secreto por el gobierno.
Ese diferencia obedece también a una discrepancia en los sistemas políticos en que habitan Lem y Folman. En el caso de Lem, se trataba de un colectivismo comunista que forzaba una igualdad imposible entre todos los ciudadadanos, por lo que el mundo que el escritor polaco describe es también el de una felicidad estandarizada impuesta a todos los individuos por igual. Foldem, y con él todos nosotros, los prisioneros de 2020, habitamos una globalidad neocapitalista, donde el mito del individuo omnipotente ha sido elevado al rango de divinidad, al tiempo que los estados están siendo reemplazados por conglomerados empresariales multinacionales. Es así como la droga milagrosa de la película es publicitada, no impuesta, apelando a nuestros deseos de superación personal, mediante ceremonias espectaculares que recuerdan las presentaciones en sociedad de los iPhone, a cargo de Apple y Steve Jobs.
No es extraño que el trasunto de Jobs en la película se dirija a los participantes como "believers", lo que presupone la existencia de infieles que se mantienen al margen de la sociedad. Éstos, tanto en la novela de Lem como en la película de Folman, hacen acto de presencia en forma de movimiento terrorista cuyo propósito es impedir el tránsito de la humanidad hacia esa nueva época. Dado el pesimismo -mejor dicho, escepticismo- de Lem, esa irrupción violenta de los marginados y contestatarios en medio del congreso de Futurología resulta un fracaso completo. En vez de detener la implantación de las drogas, lo que hacen es acelerar su aceptación. Un destino que parece ser común a todo ludismo y que en la concepción de Lem parece conformar un claro determinismo histórico: una vez que la tecnología humana supera cierto umbral, es inevitable una modificación antropológica irreversible de los ecosistemas, como parece claro en nuestro con la entrada en el periodo antropoceno.
Al menos hasta que se supere otro umbral, el de resistencia de estos ecosistemas, y entremos en otro punto de inflexión. En la novela de Lem, ese paraíso artificial promovido por el gobierno no es más que una maniobra de distracción política, puesto que en la realidad se ha producido una catástrofe -¿económica? ¿bélica? ¿ecológica? - y el nivel de vida se ha desplomado hasta niveles irrecuperables. En el mundo de Folman ha ocurrido lo mismo, sólo que por la intervención, se supone, de esas megacoporaciones. Con la una diferencia de que en la película de Folman el mundo está condenado sin remisión y sólo queda elegir entre dos formas de morir: consciente de ello, formando parte de los pocos que aún mantienen el mundo en marcha, o bien en un ensueño producto de los estupefacientes, creyendo haber cumplido todas sus ilusiones y deseos.
Un estado de autoengaño que no se halla muy alejado de la autocensura mental en que vivían los personajes de la película anterior de Folman la magnífica Vals Im Bashir (Vals con Bashir, 2008), donde los participantes en la invasión israelí del Líbano, en 1982, habían borrado de sus recuerdos lo que ocurrió en aquellos meses. En concreto, las matanzas en los campos de refugiados de Shabra y Chatila.
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