jueves, 12 de noviembre de 2020

En busca de Varda (XI): Mur Murs (1981)


















Me he dado cuenta que cometí un error en mi revisión cronológica del cine de Agnès Varda:  Tenía que haber visto Mur Murs (Muros Maduros? Murmullos?, 1981) antes que Documenteur (Documentador, 1981), que les comenté la semana pasada. Ambas películas fueron rodadas a un tiempo, durante la segunda estancia californiana de Varda, siendo concebidas como una unidad que debía proyectarse en las misma sesión, primero Mur Murs y luego Documenteur, ya que la escena final de una era el comienzo de la otra. Si lo hubiera hecho así, quizás mi impresión de Documenteur hubiera sido otra. No en lo referente a su calidad, sino a su clima, puesto que su evidente desánimo se habría visto temperado por el optimismo de Mur Murs.

Como le he comentado en bastantes ocasiones, el cine de Varda es un bajar a la calle para ver que se cuece allí. Con claridad, proviene de un rasgo central de su carácter, el de una persona capaz de hacerse amigo de cualquiera, de granjearse su confianza, de descubrir sus afanes e ilusiones, para luego plasmarlas en el celuloide. De manera natural, sin violencias ni falsedades, esa pasión de Varda por el ser humano se traduce en un amor no menos intenso por las formas populares del arte. En general, de toda manifestación artística capaz de escapar a la tumba que es todo museo, para así recuperar no sólo la ligazón entre arte, artista y sociedad, sino para erigirse en signo de una comunidad, motivo de orgullo para sus integrantes

Ese arte del pueblo, libre de las reglas asfixiantes del arte oficial, de las servidumbres de la comercialidad, es el que Varda retrata en Mur Murs. Plasmado en una forma nueva, inesperada, que por primera vez, justo en esos años, comenzaba alcanzar fama y predicamento entre la opinión pública: el grafitti. No en sus formas más primitivas, esas firmas realizadas a toda prisa con spray, expresión de rebeldía entre los chavales de los suburbios marginados -y una manera también de afirmar su existencia frente a una sociedad que les daba la espaldad-, sino en producciones que podrían rivalizar con muchos cuadros de los museos. Incluso superándolos en ocasiones.

En nuestro país, esa plenitud -y ese reconocimiento- del arte urbano tardó en llegar aún varias décadas, mientras que cuando Varda lo retrató en los EE.UU, en la década de 1980, había alcanzado ya su plenitud. Una madurez que para Varda -y de ahí su fascinación- tenía sus raíces mucho más atrás, en la  contracultura, contestataria y subversiva,  de los años 60, un ambiente que ella misma había retratado con gran brío en películas testimonio. ya fueran documentales o híbridaciones con la ficción. Ésta es también una película testigo, puesto que todas esas obras de arte, por su misma naturaleza, están amenazadas por una pronta destrucción. 
 
Nada de los que vemos existirá aún, cuarenta años más tardes. Todas esas obras de arte habrán desaparecido por completo, ya sea descoloridas por el sol, desvaídas por la lluvia, enterradas por la acción de otros grafiteros. Incluso, dada su consideración de arte menor, habrán sido derribadas junto con las casas que las ostentaban, tapadas a perpetuidad por el desarrollo urbanístico, tan poco respetuoso con la belleza, sólo interesado en llenarse los bolsillos. En perpetuar la fealdad si ésta es comercializable.

Por eso mismo, por esa condición de efímeros, por ese desdén con que se les observaba -y aún observa- desde las esferas oficiales, resulta asombrosa la dedicación, la entrega, con que esos artistas urbanos se vuelcan en su arte. Pasión que escuchamos en sus propias voces, conservadas por Varda junto con sus pinturas. No importa de dónde provengan, cuáles sean sus ideales, sus convencimientos políticos y religioso, casi tampoco su destreza y talento. Lo que sobresale, lo que nos asombra, es su obsesión por dotar a sus imágenes de significado, su capacidad de convertirlas en reclamos, en centros de atención que no quieren, y no pasan, desapercibidos. Y sobre todo, y aun más encomiable, esa conexión permanente con el lugar y las gentes que habitan los lugares ocupados por sus pintura. Aquéllos que las verán todos los días y para quienes pasarán a formar parte integrante de sus vidas.. 
 
No es un arte disociado del mundo, encerrado en su torre de cristal inaccesible, sino un arte que sale a la calle: para disfurar y para ser disfrutado, para ser y pertenecer.

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