jueves, 15 de marzo de 2018

Opresión y represión








































Cada vez que la editora británica Second Run anuncia una nueva edición de una película de Miklos Jancsó, me pongo a esperarla con anticipación. Mi emoción se debe, en parte, porque Second Run las va sacando con cuentagotas, a razón de una cada año, de manera que en cuanto la recibo y la veo, me sabe a poco. Pero para interrumpir mi programación habitual y colocar cada nueva entrega en lo alto de la pila hay otro motivo aún más poderoso: mi profunda admiración por el cine de Jancsó. Al menos el de las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado, único periodo suyo que he podido revisar.

Sé perfectamente que la figura de Jancsó, junto con su consideración como auteur, se ha desvanecido un tanto. Cuando murió hace unos años, apenas se comentó, fuera de los círculos cinéfilos, e incluso algunos de los elogios dedicados entonces sonaban un tanto forzados. El director húngaro ha pasado a ser una figura histórica, alguien a quien se cita, pero cuya obra apenas se ve, sin levantar  ya pasiones ni muchos menos tener discípulos, ya sean éstos sinceros o apuntados a la moda del momento. Este olvido se debe a dos motivos contrapuestos. El primero, su inmenso prestigio en los sesenta y setenta, cuando conectó con la sensibilidad de las muchas nuevas olas cinematográficas, que parecía destinarle a ser maestro intocable; el segundo, cuando en los ochenta, según cuentan, renegó del estilo que le hizo famoso y comenzó a crear filmes para un público menos culto y más vulgar. Pecado que los popes de la ortodoxia cinematográfica nunca le perdonaron.

¿En qué consistió ese estilo tan suyo? Su rago más llamativo  es obsesión de Jancsó con reducir el número de tomas en sus películas, que en algunas casi se pueden contar con los dedos. Ese reto por construir planos secuencias cada vez más largos y complejos en su plasmación se completaba con el uso de una cámara en continuo movimiento, que giraba alrededor de los personajes, se mezclaba con ellos, se  les alejaba y acercaba, les perseguía y rehuía. En todo momento, con una elegancia y perfección asombrosa, conseguida antes de la steady-cam,  y que poco tiene que ver con el estilo "periodístico" tan reciente. Ése que busca la cercanía al espectador blandiendo una cámara temblorosa, recreándose encuadres torpes e imágenes sobre o subexpuestas, como si ese mismo espectador fuera el director al cargo.

Dicho así, si sólo se quedase en mera prueba técnica superada, es obvio que el olvido de Jancsó estaría más que justificado. Durante las últimas décadas, han sido varios los autores que han intentado conseguir ese más difícil imposible, ayudados por el desarrollo imparable de las técnicas por ordenador. Se ha roto el límite de la capacidad de una bóbina de celuloide, los diez minutos que imperaban desde el tiempo del mudo, de manera se puede rodar casi de manera continua... o sino empalmar las diferentes secciones independientes, dispares por el mero trabajo de rodaje, en un único conjunto al que no se le vean las costuras. Ha habido películas que sólo han sido famosas por eso mismo - no voy a decir sus nombres - y que por esa misma razón han sido olvidadas al punto. Una vez llegada la siguiente.

Si no ocurre esto con Jancsó es porque en su modo de entender el cine anida una tensión y una disonancia. Desde sus primeras obras eligió el cinemascope, además el de casi mayor formato, utilizándolo para fotografiar la llana, amplísima e interminable planicie húngara. Un lugar en el que nada ni nadie puede esconderse, donde todo está a la vista, más aún con una cámara que vaga de un lugar a otro, de un personaje a otro, de un encuadre a otro, de un ángulo a otro. El espectador puede llegar a creer, por tanto, que su ojo es el Dios y que nada queda oculto a su vigilancia. Pero no es así, porque fuera del encuadre, de esa camára ubicua y omniscente, ocurren acontecimientos, se fraguan amenazas, que estallarán y descargarán cuando menos se espere.

El sentimiento que producen las películas de Jancsó es de angustia, opresión y claustrofobia. Se nos obliga a estar siempre alerta, atentos a cualquier signo que traicione peligros desconocidos, para así huir antes de que nos alcancen y aprisionen. Aunque esa huida, en realidad, no sea otra cosa que fuga hacia la muerte. Porque ése es él otro aspecto abrumador y asfixiante de las películas de este director. En todas ellas está presente la historia, en forma de conflicto político. Pero no de lucha entre facciones igual de poderosas o de combate dialéctico entre iguales. No. En todas ellas se ha producido ya la derrota, tras la que no habrá clemencia para los perdedores.

Éstos deben permanecer escondidos o someterse a los caprichos de los ganadores, que no sólo pretenden descubrir a sus antiguos enemigos y ejecutar a los más más señalados. Lo que persiguen, por el contrario, es humillarlos hasta que doblen la cerviz. Obligarlos a traicionarse a sí mismo y a los suyos, de forma que se transformen en en criados sumisos, en sicarios voluntarios. Siempre a merced de sus nuevos amos, más crueles incluso que ellos, por el miedo a que cualquier error, cualquier descuido, cualquier falta, conduzca a su ejecución.

Como ocurre en este Csend és Kiáltás (Gritos y Silencio, 1968) que aquí les comento. Historia de la purga, tras la primera guerra mundial, de todos aquellos que participaron en el experimento comunista de Bela Kun

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