Como todos los domingos, continúo con mi revisión de la lista de cortos animados realizada por el misterioso profesor Beltesassar. Esta vez ha llegado el turno de Katten Mons (El gato Mons), corto dirigido en 1996 por el animador noruego, de origen ruso, Piotr Sapegin.
Este corto es un ejemplo, tan magnífico como incontables otros, de lo mucho que se puede alcanzar en animación partiendo de casi nada. La historia no puede ser más sencilla, como conviene a un cuento infantil. La de un gato que, presa de incontenible apetito, devora sin descanso todo lo que se le pone a su alcance. Dueños y hogar; iglesia y párroco; barco de pesca, pescadores y capturas; rey, corte y capital. Incluso el mismo sol y la luna, hasta terminar reventando de una indigestión.
Hasta ahí la anécdota. Intranscendente, superficial y sin complicaciones. Prescindible y sin sin obligación de recordarla. Si no fuera porque animación y cuento tradicional comparte una y misma virtud: lo que importa es el modo. Cada narrador, cada animador, puede y debe adueñarse de la misma historia, tantas veces oída, tantas veces repetida, conocida hasta en sus más nimios detalles. Enfrentado a ese reto es su deber transformarla en algo nuevo, tornarla en algo personal, despertar la ilusión de los oyentes, mostrárnosla como si acabase de inventarla.
Hechizo, magia y milagro que en animación se consigue con medios técnicos. Exprimiendo hasta su extremo las posibilidades y limitaciones de la manera elegida. En este caso, la animación de plastilina, que nos permite ver, sin intermediarios y sin sentirnos horrorizados, como el gato protagonista arrasa con todo lo que encuentra a su paso, eliminando y aboliendo físicamente diferentes regiones del mundo. Englobándolas en sí, puesto que de su cuerpo surgen fragmentos de lo engullido, hasta abocarlo al apocalípsis. Universal y personal.
Pero eso sí, sin perder el humor en ningún instante. Porque otra de las virtudes de la animación, al igual que la narración popular, al contrario que la imagen real, realista por naturaleza y necesidad, es precisamente el desactivar el horror. Permitirnos presenciarlo sin sentirnos repelidos, incluso participar en él. Ofrecernos la oportunidad, tan escasa y tan necesaria hoy día, de burlarnos de nuestra misma sombra. Única manera de vencer, aunque sea brevemente, la tragedia y la locura de la existencia.
No les entretengo más, que creo que hoy he superado mi tasa de exageraciones, mi nivel de campanudismo. Como siempre, les dejo aquí el corto. Disfruten de su sencillez y, por supuesto, del uso magistral que hace de la animación de plastilina.
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