For us, on the other hand, art is that which elevates the mind, and which we perceive chiefly by means of our intellect. It is here that the pleasures of the art lie (or are supposed to lie). The best of art we put in the museums. Or to put the notion of art at its most extreme, once it is in the museum is a needfully art. Art is certainly not the image that troubles or is disturbing. The image that rouse us powerfully, that disturbs us deeply, has no place in the museum. It is either pornography, or a cult image, or a miracle-working image, or a poster, or an advertisement. The images that are most effective turn out to be excluded from museums. They are the most effective precisely for the ways in which they engage our apparently lower senses. None of this is to deny the possibility of the tearful response before the picture in the museum. It is simply to note that tears in the museums are provoked by purely artistic, "aesthetic" factors. Such are the means whereby we turn the troubling image into something we can safely call art.
David Freedberg. The Power of Images.
Para nosotros, por otra parte, el arte es aquéllo que eleva la mente y que percibimos principalmente por medio de nuestro intelecto. Es ahí donde radica el placer del arte o donde se supone que lo hace. Lo mejor del arte lo guardamos en los museos. O, para llevar ese concepto a su extremo, una vez que está en el museo es arte necesario. Con certeza, el arte no es la imagen que molesta o turba. La imagen que nos excita con fuerza, que nos turba poderosamente, no tiene lugar en los museos. Se trata bien de pornografía, bien de una imagen de culto, bien de un amuleto, bien de un cartel, bien de un anuncio. Las imágenes más efectivas resultan ser aquéllas excluidas de los museos. Son las más efectivas precisamente por el modo en que movilizan nuestros bajos instintos. Nada de lo anterior supone negar la posibilidad de romper a llorar ante una imagen en un museo. Es sólo para señalar que las lágrimas en el museo se debe a factores puramente artísticos, "estético". Tales son los medios por los que transformamos una imagen turbadora en lo que podemos llamar arte y permanecer a salvo.
Por navidades, les comentaba un interesantísimo libro de James Elkin, Pictures & tears (Cuadros y lágrimas). En él se señalaba un aspecto fundamental del modo en que se enseña y se expone el arte en la actualidad: la disociación del mismo con respecto a toda reacción afectiva. Ante un cuadro en un museo no se espera que nos emocionemos, es más, se considera de mala educación. Una persona con el nivel cultural suficiente se limitará a enumerar las razones por las que esa obra merece estar en un mueso, además de ponerla en contexto con el ambiente artístico, social y político del tiempo en que fue creada. Más o menos como si fuera una audioguía con patas.
Y sin embargo, esas reacciones embarazosas, ese derrumbamiento personal ante lo que no dejan de ser cuatro trazos coloreados, se sigue produciendo. Irrenunciable, decisivo y único para todo aquél que lo haya experimentado, como es mi caso. Incomunicable e inconfesable también, puesto que se sitúa en la misma categoría de actos que contar un sueño o desnudarse en público. Un signo de mala crianza y baja extracción social.
El libro de Elkin, por tanto, me atañía de manera personal. No es de extrañar que, al ver en él repetidas referencias al libro de Freedberg que les comentó en esta entrada, decidiera hacerme con esa obra en cuanto pudiese. No lo he tenido que lamentar. Es cierto que ambos libros son muy distintos, el de Elskin más emotivo y evanescente, intentando atrapar una experiencia inefable que al escritor se le escapa en gran medida, mientras que el de Freedberg es más académico y formal, incluso árido en ocasiones. Sin embargo, es éste último el que es más radical en sus conclusiones, sin perder por ello nada de su contundencia, puesto que se hallan fundamentadas y arropadas con cientos de ejemplos entresacadados de la historia entera de la humanidad. Aunque centrada, eso sí, en el arte occidental y en el de sus padres adoptivos ideológicos y estéticos, Grecia y Roma.
La conclusión principal de Freedberg, apoyada en esas pruebas, es que nosotros somos los excéntricos, los que nos hemos desviado de la normalidad en nuestra especie. Esta frialdad con la contemplamos el arte y los objetos artísticos es nueva y reciente. Ninguna otra civilización consideró que la diferencia fundamental entre los objetos de arte pertinentes y aquéllos que no merecen esa etiqueta se halla en nuestra falta de reacción emocional. Muy al contrario, todas las culturas, incluyendo a la nuestra hasta ayer mismo, consideraban tanto más elevado y más valioso un objeto artístico cuanta mayor era su repercusión en el espectador.
Influjo que no se limitaba a provocar una respuesta emotiva, esas lágrimas que algunos aficionados hemos derramado en ocasiones ante un cuadro, ni a la posible turbación y desazón, incontrolable e indefinible, de la que podamos haber sido presos. No, va mucho más allá. Llega al extremo de ejercer violencia contra ese objeto artístico o incluso de sentirse atraído físicamente por él, como si se tratara, en ambos casos, de una persona a la que pudiésemos bien amar y poseer, bien golpear y asesinar. El objeto de arte es otro ser vivo, en relación directa con lo representado o con su creador, lo que nos permite actuar sobre ambos en efigie, pero que no se limita a ser pasivo. Puede ser también agente activo, actuar a su vez sobre nosotros y el mundo en el que habitamos. No mediante la sugestión, sino de manera material, como ocurre con tantas imágenes sacras que se han movido, hablado o sangrado. O incluso, como en el mito de Pigmalión, han cobrado vida y tolerado que las amemos.
¿Por qué, entonces, esa mutación en nuestra consideración? Freedberg lo relaciona con el miedo a las imágenes, lo que nos obligaría a intentar exorcisarlas de sus aspectos más turbadores. Enfrentados al rigor de los iconoclastas, para los que toda imagen es sospechosa y peligrosa, hemos adoptado la postura de los iconodluos, quienes intentan salvar esas imágenes preciosas, venerables y amadas, pero al coste de despojarlas de su poder de seducción. De negar su vida y el amor que pudiéremos profesarlas, en definitiva.
No es de extrañar, por tanto, que muchos museos se hayan convertido en cementerios, donde se adoran, con infinito respeto y prevención, los restos de lo que en día tuvo influencia determinante sobre sus contemporáneos y era admirado precisamente por ese poder arrebatador, de rango casi sobrenatural. Ni es de extrañar, por tanto, como bien señala Freedberg, que de vez en cuando se lancen campañas de purificación, puesto que todo lo que nos moleste y perturbe no tiene lugar en los santuarios de arte. Véase, por ejemplo, la reciente campaña anti-Balthus lanzada en el contexto una sociedad tan puritana, tan pacata y timorata, como la estadounidense, cuya prevención ante todo lo que sea el cuerpo humano ha venido a contaminar tanto a derechas como a izquierdas.
Ejemplo que, además, señala en otro sentido. Esta sacralización exagerada del arte, elevado y sublimado a icono intocable e inalcanzable, considerado como inocuo y ejemplar, apunta a censura y represión. A nuestro miedo a que una imagen pueda conmovernos hasta dejarnos inermes, especialmente en un lugar público como un museo. A que nuestra imagen pública, y con ella la consideración de nuestros semejantes, quede disminuida ante nuestros iguales, como si a sus ojos no fuéramos más que personas supersticiosas e inmaduras. Niños, mujeres, gentes de baja estofa, ignorantes sin educación, razas primitivas e inferiores. Cualquier emoción, cualquier a turbación debe barrerse fuera del museo, reservarse al ámbito privado, a los lugares de penumbra, a los mismos escondrijos donde han quedado desterradas la devoción y la pornografía. Conceptos que, para Freedberg, son más cercanos entre sí de lo que podía suponerse o de lo que nos gustaría admitir
Censura y represión que no son otra cosa que medidas temporales, destinadas a quebrarse bajo la presión de las fuerzas que intentan contener. Como vienen a demostrar tantos sucesos recientes que no acabamos de ser capaces de comprender o de clasificar, pero que ponen de manifiesto esa fuerza incontenible que las imágenes ejercen sobre nuestra especie. La indignación entre otras religiones, como la musulmana, por unas meras caricaturas. La destrucción, ya sea por motivos religiosos o por obsesiones personales, de objetos de arte milenario, que además deben ser acompañadas de actos de violencia similares a los que se infligirían a una persona real, junto con su necesaria exhibición pública. Las múltiples inquisiciones sobre lo que se debe ver, lo que se debe exponer, lo que se debe retirar de museos y exposiciones La proyección, en definitiva, sobre objetos inertes, de todas nuestras frustaciones, de todos nuestros deseos.
Por que da igual cuanto nos esforcemos en negar si fuerza o en adormecer sus efectos. En el interior de nuestras cabezas, en sus recovecos más recónditos, persiste una idea: la igualdad la representación con la realidad.
Y sólo se necesita tiempo para que vuelva a manifestarse. En toda su amplitud, en toda su implacabilidad.
Y sin embargo, esas reacciones embarazosas, ese derrumbamiento personal ante lo que no dejan de ser cuatro trazos coloreados, se sigue produciendo. Irrenunciable, decisivo y único para todo aquél que lo haya experimentado, como es mi caso. Incomunicable e inconfesable también, puesto que se sitúa en la misma categoría de actos que contar un sueño o desnudarse en público. Un signo de mala crianza y baja extracción social.
El libro de Elkin, por tanto, me atañía de manera personal. No es de extrañar que, al ver en él repetidas referencias al libro de Freedberg que les comentó en esta entrada, decidiera hacerme con esa obra en cuanto pudiese. No lo he tenido que lamentar. Es cierto que ambos libros son muy distintos, el de Elskin más emotivo y evanescente, intentando atrapar una experiencia inefable que al escritor se le escapa en gran medida, mientras que el de Freedberg es más académico y formal, incluso árido en ocasiones. Sin embargo, es éste último el que es más radical en sus conclusiones, sin perder por ello nada de su contundencia, puesto que se hallan fundamentadas y arropadas con cientos de ejemplos entresacadados de la historia entera de la humanidad. Aunque centrada, eso sí, en el arte occidental y en el de sus padres adoptivos ideológicos y estéticos, Grecia y Roma.
La conclusión principal de Freedberg, apoyada en esas pruebas, es que nosotros somos los excéntricos, los que nos hemos desviado de la normalidad en nuestra especie. Esta frialdad con la contemplamos el arte y los objetos artísticos es nueva y reciente. Ninguna otra civilización consideró que la diferencia fundamental entre los objetos de arte pertinentes y aquéllos que no merecen esa etiqueta se halla en nuestra falta de reacción emocional. Muy al contrario, todas las culturas, incluyendo a la nuestra hasta ayer mismo, consideraban tanto más elevado y más valioso un objeto artístico cuanta mayor era su repercusión en el espectador.
Influjo que no se limitaba a provocar una respuesta emotiva, esas lágrimas que algunos aficionados hemos derramado en ocasiones ante un cuadro, ni a la posible turbación y desazón, incontrolable e indefinible, de la que podamos haber sido presos. No, va mucho más allá. Llega al extremo de ejercer violencia contra ese objeto artístico o incluso de sentirse atraído físicamente por él, como si se tratara, en ambos casos, de una persona a la que pudiésemos bien amar y poseer, bien golpear y asesinar. El objeto de arte es otro ser vivo, en relación directa con lo representado o con su creador, lo que nos permite actuar sobre ambos en efigie, pero que no se limita a ser pasivo. Puede ser también agente activo, actuar a su vez sobre nosotros y el mundo en el que habitamos. No mediante la sugestión, sino de manera material, como ocurre con tantas imágenes sacras que se han movido, hablado o sangrado. O incluso, como en el mito de Pigmalión, han cobrado vida y tolerado que las amemos.
¿Por qué, entonces, esa mutación en nuestra consideración? Freedberg lo relaciona con el miedo a las imágenes, lo que nos obligaría a intentar exorcisarlas de sus aspectos más turbadores. Enfrentados al rigor de los iconoclastas, para los que toda imagen es sospechosa y peligrosa, hemos adoptado la postura de los iconodluos, quienes intentan salvar esas imágenes preciosas, venerables y amadas, pero al coste de despojarlas de su poder de seducción. De negar su vida y el amor que pudiéremos profesarlas, en definitiva.
No es de extrañar, por tanto, que muchos museos se hayan convertido en cementerios, donde se adoran, con infinito respeto y prevención, los restos de lo que en día tuvo influencia determinante sobre sus contemporáneos y era admirado precisamente por ese poder arrebatador, de rango casi sobrenatural. Ni es de extrañar, por tanto, como bien señala Freedberg, que de vez en cuando se lancen campañas de purificación, puesto que todo lo que nos moleste y perturbe no tiene lugar en los santuarios de arte. Véase, por ejemplo, la reciente campaña anti-Balthus lanzada en el contexto una sociedad tan puritana, tan pacata y timorata, como la estadounidense, cuya prevención ante todo lo que sea el cuerpo humano ha venido a contaminar tanto a derechas como a izquierdas.
Ejemplo que, además, señala en otro sentido. Esta sacralización exagerada del arte, elevado y sublimado a icono intocable e inalcanzable, considerado como inocuo y ejemplar, apunta a censura y represión. A nuestro miedo a que una imagen pueda conmovernos hasta dejarnos inermes, especialmente en un lugar público como un museo. A que nuestra imagen pública, y con ella la consideración de nuestros semejantes, quede disminuida ante nuestros iguales, como si a sus ojos no fuéramos más que personas supersticiosas e inmaduras. Niños, mujeres, gentes de baja estofa, ignorantes sin educación, razas primitivas e inferiores. Cualquier emoción, cualquier a turbación debe barrerse fuera del museo, reservarse al ámbito privado, a los lugares de penumbra, a los mismos escondrijos donde han quedado desterradas la devoción y la pornografía. Conceptos que, para Freedberg, son más cercanos entre sí de lo que podía suponerse o de lo que nos gustaría admitir
Censura y represión que no son otra cosa que medidas temporales, destinadas a quebrarse bajo la presión de las fuerzas que intentan contener. Como vienen a demostrar tantos sucesos recientes que no acabamos de ser capaces de comprender o de clasificar, pero que ponen de manifiesto esa fuerza incontenible que las imágenes ejercen sobre nuestra especie. La indignación entre otras religiones, como la musulmana, por unas meras caricaturas. La destrucción, ya sea por motivos religiosos o por obsesiones personales, de objetos de arte milenario, que además deben ser acompañadas de actos de violencia similares a los que se infligirían a una persona real, junto con su necesaria exhibición pública. Las múltiples inquisiciones sobre lo que se debe ver, lo que se debe exponer, lo que se debe retirar de museos y exposiciones La proyección, en definitiva, sobre objetos inertes, de todas nuestras frustaciones, de todos nuestros deseos.
Por que da igual cuanto nos esforcemos en negar si fuerza o en adormecer sus efectos. En el interior de nuestras cabezas, en sus recovecos más recónditos, persiste una idea: la igualdad la representación con la realidad.
Y sólo se necesita tiempo para que vuelva a manifestarse. En toda su amplitud, en toda su implacabilidad.
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