viernes, 2 de marzo de 2018

Buscando un sentido

This was the extent of his (Millet's) moral teaching. When he was accused of being a socialist, he denied it - although the continued to work in the same way and suffer the same accusation - because socialism seemed to him to have nothing to do with the truth he had experienced and expressed: the truth of the peasant driven by the seasons: the truth so dominating that it made it absolutely impossible for him to conceive of any other life for a peasant. It is fatal for an artist's moral sense to be in advance of his experience of reality (Hogarth's wasn't, Greuze was). Millet, without a trace of sentimentality, told the truth as he knew it: the passive acceptance of the couple in The Angelus was a small part of the truth. And the sentimentality and false morality afterwards foisted upon this picture will prove - perhaps already has proved - to be temporary. In the history of nineteenth- and twentieth- century art the same history is repeated again and again. The artist, isolated, knows that his maximum moral responsibility is to struggle to tell the truth; his struggle is on the near side, not the far, of drawing moral conclusions. The public, or certain sections of it, then draw moral conclusions to disguise the truth: the artist's work is called inmoral - Balzac, Zola; or is requisitioned for false preaching - Millet, Dostoievsky; or, if neither of these subterfuges work, it is dismissed as being naive - Shelley, Brecht.

John Berger, Portraits on Artists, Jean-François Millet

Hasta aquí llegaba su lección moral (la de Millet). Cuando fue acusado de ser socialista, lo negó - aunque continuó trabajando en el mismo estilo y sufriendo igual acusación - ya que el socialismo le parecía no tener nada que ver con la verdad que había experimentado y representado: la verdad del campesino gobernado por las estaciones, una verdad tan abrumadora que le hacía imposible concebir una vida distinta para esos campesinos. Para el sentido moral de un artista es mortífero que se adelante a su experiencia de la realidad (no era el caso de Hogarth, sí el de Greuze). Millet, sin traza de sentimentalismo, decía la verdad tal y como la conocía: la aceptación pasiva de la pareja de El Ángelus era una pequeña parte de ella. Y la sensiblería y la falsa moral que se han apilado después sobre este cuadro llegarán a mostrarse pasajeras - si no lo han sido ya. En la historia del arte de los siglos XIX y XX se repite la misma situación una y otra vez. El artista, aislado, sabe que su responsabilidad moral máxima es luchar por la verdad, que esa lucha es cuerpo a cuerpo, no desde la lejanía, para extraer lecciones morales. Los espectadores, o al menos ciertos segmentos, extraen conclusiones morales para disfrazar la verdad: la obra del artista se califica como inmoral - Balzac, Zola -, es reclutada para dar sermones falsos - Millet, Dostoievski - o, si ninguno de estos subterfugios tiene exito, se rechaza como ingenua - Shelley, Brecht -.

Mi primera lectura de los ensayos de John Berger, en concreto su famoso Ways of Seeing, fue bastante decepcionante. Tuve la impresión de que su posicionamiento político se había interpuesto a su sensibilidad estética, hasta el extremo de parecer proponer una purga de los objetos artísticos expuestos en los museos. En concreto, de aquellos que no respondieran a los altos ideales expresados por Berger, tan similares, en su extremismo, a los de los nuevos puritanismos de izquierda y de derecha. Esos mismos que tanto predicamento están granjeándose en los últimos tiempos.

No es de extrañar que sintiera repulsión, auténtico asco, siendo como soy una persona que prácticamente habita en los museos. Sin embargo, mi reacción fue tan extremada como la que suponía en Berger. Debajo de la algarabía y los aspavientos, de la pose contestataria, tan propios de un tiempo de revolución como fue la década de las sesenta, había una tesis válida. Una, además, con la que coincido plenamente. La idea de que no podemos separar, al menos no de forma completa, la obra, el artista y su contexto, sino queremos amputarla y esterilizarla. O dicho de otra manera, que si somos sensibles a la manipulación actual del arte con fines propagandísticos, y nos sentimos, por tanto, repelidos por esa desvirtuación, no podemos ser ciegos a esos mismo usos en la pintura pretérita. En obras, ya fueran medievales, del renacimiento, del barroco o del romanticismo, que no eran otra cosa que adulación rastrera del potentado del momento, la religión en ascenso, la guerra de gloria y conquista.

Como ocurría con las representaciones gloriosas del duque de Lerma, pintado por Rubens, que sólo aceptamos por ser ése su creador, y no otro. O con los retratos embellecidos de un Carlos V, como los magníficos de Tiziano, que a pesar de su calidad ocultan el exagerado prognatismo del Emperador. En tal medida que nadie, salvo sus coetáneos, puede decir que conoce su autentico rostro, a pesar de que lo hayamos visto en multitud de cuadros y reproducciones. Mentiras, en definitiva, que terminaron por tornarse verdades, por el mero hecho de sobrevivir a todas las demás voces

Dicho, les tengo que decir que mi opinión sobre Berger se ha dulcificado bastante. Su obra de combate, el Ways of Seeing que citaba, me sigue pareciendo una obra de intención polémica, con muchos puntos discutibles y bastantes exageraciones; pero el resto de artículos que he leído me parecen mucho más mesurados. Los de alguien que, a pesar de tener un punto de vista muy estricto sobre el arte y su relación con la sociedad y la política, siempre observados desde la perspectiva marxista, tiene la perspicacia suficiente para descubrir lo que suele quedar oculto, incluso acallado por otros. Y el talento expresivo para llegar a comunicarlo.


Esto es lo que me ha ocurrido con el Portraits que les comento ahora. Muy a menudo me descubría asintiendo a lo que Berger contaba, incluso atendiendo a ello como lo haría un alumno con el profesor que admira. De quien se espera una lección que permanezca para siempre en la memoria, que  sirva, a partir de ese momento,  para encauzar el modo en que se mira, siente y piensa. Mejor dicho, casi siempre. Porque el libro de Berger se divide en tres secciones muy distintas, entre las que las apreciaciones y las valoraciones de este crítico varían considerablemente. Como como se estuviésemos hablando de tres escritores distintos, sin relación el uno con el otro.

Una primera parte abarcaría hasta 1900, hasta el estallido de las vanguardias. En ella, apenas hay diferencias entre lo que Berger dice y lo que esperaríamos que otro nos contaran. Fuera, por supuesto, de esa acusada sensibilidad a la que me refería antes y de una tendencia a fabular, a imaginar posibilidades que en ciertas ocasiones me recordaban a las semblanzas históricas de un Buero Vallejo, en otras me parecían un tanto traídas de los pelos. Pero siempre, incluso cuando más desbocadas eran, abiertas a nuevas posibilidades, a caminos y paisajes que sabemos que el artista reseñado nunca recorrió, pero que no desentonan con su personaje. Entran dentro de la idea que de él nos hacemos o como poco, de la que nos han contado.

La segunda, dedicada a las vanguardias hasta 1950, puede parecer normal, pero no lo es. Aunque los comentarios siguen siendo elogiosos, propios de artistas a los que no se discute, esto no es sino una apariencia de conformidad. La clave está en lo que Berger calla, haciendo honor a sus convicciones políticas. Para él, en aras de hacer avanzar la sociedad hacia una utopía de izquierdas, el arte es indisociable del realismo, mejor dicho, de la representación de la realidad. El arte útil y necesario tiene que ser capaz de observar el mundo, representarlo, con mayor o menor fidelidad, para así ser capaz de conmover los espíritus y mover las consciencias. La abstracción es, por tanto, la principal ausente en sus reseñas, ya que no puede aportar nada a ese fin, debido a su autismo expresivo.

Salvo excepciones, como la de Rothko, que se halla en un plano distinto, por su carácter meditativo, contemplativo y místico. Llegamos así con él a la tercera parte, la del arte de nuestro tiempo, en la que la lista de artistas diverge radicalmente de lo que podría ser un canon de la modernidad tardía y la postmodernidad. Los pocos artistas conocidos que aparecen - Bacon o Moore - son atacados sin piedad, mientras que otros - como Pollock - quedan reducidos a callejones sin salida, triunfos en su nihilismo, pero por ello mismo sin utilidad. En vez de ellos, se nos habla de un multitud de artistas semi desconocidos, atractivos, se supone, sólo en virtud de su marginalidad y excentricidad. Personas de los que me ha entrado la curiosidad por conocer su obra, pero que dudo encuentre el tiempo para dedicarme a buscarla.

Y entre ellos, para mi sorpresa, un buen puñado de artistas españoles. Éstos sí de primera fila.

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