Ya les he comentado en más de una ocasión de la inmensa paradoja que supone que las críticas más aceradas, sinceras e inteligentes contra el comunismo se hayan rodado bajo regímenes comunistas. Así ocurría con Dreszcze (Temblores, 1981) de Wojciech Marczewski, Przypadek (El Azar, 1987) de Krzysztof Kieślowski, o con Człowiek z żelaza (El hombre de hierro, 1981) de Andrzej Wajda. Esta paradoja se explicaba de una manera muy sencilla. Ambas obras habían sido rodadas en el breve periodo, a principios de los ochenta, en que el sindicato Solidaridad se atrevió a retar al gobierno comunista. Intimidadas y atemorizadas por esa contestación que no entendían y no podían controlar, las autoridades permitieron unos grados de libertad insospechados a cuyo amparo se pudieron rodar esta obras anímolas. Hasta que la subversión antisistema alcanzó un nivel tan alto que el ejército, al mando del general Jaruzelski, dio un golpe de estado y restauró el orden. De resultas, estos autores comprometidos tuvieron que tomar el camino del exilio, ya fuera exterior, como Wajda, o interior, como Marczewski o el mismo Kieslovski.
Sin embargo el caso de Przesluchanie (Interrogatorio, 1982) de Ryszard Bugajski va mucho más allá de estas transgresiones, hasta rozar un auténtico imposible. No es para menos, ya que esta película es un ataque directo, sin ambajes ni disfrazes, contra la represión totalitaria estalinista. En concreto, contra como su paranoia le llevaba a encontrar enemigos ocultos, a los que achacar los fracasos del sistema, producto de conspiraciones externas y de cómplices internos, en vez de la estupidez, la desidia y la torpeza de los dirigentes. Actos delictivos de sabotaje y subversión que, en la práctica, nunca habían existido fuera de la imaginación de sus inquisidores, pero a los que se intentaba dar una realidad que no tenían, que nunca tuvieron, mediante la confesión de los acusados. Obtenida, como pueden imaginarse, mediante torturas inhumanas, pensadas para quebrar la resistencia de cualquiera.
Con ese tema, resulta impensable que fuera aprobada por la censura del régimen. Y sin embargo así fue, signo del desorden y confusión del estado comunista polaco en los años del reto de Solidaridad, como bien indica el programa de mano que acompaña a mi edición. La historia de Przesluchani. no obstante, no termina ahí y resulta casi tan interesante como el tema que narra. El rodaje de la película concluyo justo unos días antes del autogolpe de Jaruzelski. Para evitar que la cinta fuera destruida, el director ocultó los copiones en lugar seguro hasta que el estado de sitio fue levantado y pudo acometer el montaje. Se atrevió incluso a presentar a los organismos oficiales para obtener la aprobación para su exhibición, lo que fue tajantemente rechazada (en la web de Second Run se puede leer la transcripción de la sesión de evaluación). Ante el temor a que fuera destruida, Bugajski la transfirió a VHS, tanto para que pudiera ser vista fuera del país como para llegará a sus compatriotas, lo que consiguió pasando de mano en mano, de copia en copia, en exhibiciones clandestinas en pisos y locales.
Éxito que ya quisieran muchos haber obtenido para sí, el de ser una obra de agitación política por cuya difusión mereciese jugarse la vida. Obra que no sólo se convirtío en símbolo, bandera y arma para todo un país y toda una generación, sino que aún hoy sigue siendo valioso. En primer lugar, por su loable sobriedad y contención narrativa, alejada de todo efectismo y fanfarronada. Los hechos que narra son tan duros y extremos que no necesitan de subrayado alguno. Basta con que sean mostrados en toda su crudeza, incluso con frialdad, para que no parezca que se intentan manipular al espectador, como ocurre con la propaganda. Rastrera sólo por eso, ya sea en los regímenes totalitarios, o en nuestras supuestas democracias liberales.
Porque su segunda características es que no se trata de un panfleto. No estamos tratando con demonios comunistas ni con santos de la ideología opuesta. La protagonista es alguien que hasta entonces podría calificarse de apolítica, más preocupada por satisfacer sus placeres que por involucrarse en la marcha de su soledad. De hecho, esa misma superficialidad es la que le permite transformarse en una heroína, descubrirse así misma en medio de la torturas y las calamidades, encontrar la fuerza interior que las permita resistirse. Sólo porque se sabe inocente, no obligada a confesar lo que nunca hizo, y los sufrimiento han sido tantos que ya no le importa la muerte. Caso que es excepcional, porque otras prisioneras acabaran quebrándose y derrumbándose, traicionándose a sí mismas y a quien fuera, sólo por poner un punto final al dolor y a las torturas.
Si eso es así entre las prisioneras, cada una con su razones, cada una con sus bajezas, sólo una pocas con las virtudes, lo mismo ocurre con los torturadores. Porque entre ellos los hay que sobrevivieron a los campos de concentración nazis, incluso al mismo Auschwitz. Gente que cree en la verdad y la justicia de lo que hace, en el futuro mundo mejor que sucederá al combate y que piensa que descubriendo a los enemigos del sistema éste acontecerá más rápido y más pronto. Aunque ello les lleve a convertirse en monstruos, a abandonar toda moral y toda decencia, a transformarse en reflejos especulares de nazis y fascistas, de los mismos que, en su día, les enjaularon y torturaron.
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