Mi descubrimiento de otras formas de cine, más allá de los éxitos comerciales, tiene fecha: otoño de 1982. Entonces, gracias a la segunda cadena de la TVE - no había otras más - descubrí cuatro películas que cambiaron completamente mi forma de pensar. Se trataba de The River (El río, 1951) de Jan Renoir, Tokyo Monogatari (Historias de Tokio, 1953) de Ozu Yasuhiro, Chikamatsu monogatari (Los amantes crucificados, 1954) de Mizoguchi Kenji y Chimes at Midnight (Campanadas a medianoche, 1965) de Orson Welles. Después de ellas, ya no hubo marcha atrás, para bien o para mal. Para bien, por las muchas alegrías que estos y otros filmes han aportado a mi vida. Para mal, porque adentrarme en esos territorios cinematográficos - y otros aún más excéntricos y extraños - sólo ha contribuido a mi aislamiento. No son obras de las que se hable en las pausas del café en la oficina.
No obstante, a pesar de lo mucho que debo a esas obras en la constitución de mi personalidad, cuando vuelvo a ellas no puedo evitar una cierta aprensión. Tengo miedo a haber cambiado tanto que se derrumben ante mis ojos, a no encontrar ya lo que me atrajo en su momento, a no hallarme a mí mismo, en definitiva. Pueden imaginar entonces la ansiedad con que esperaba la edición restaurada en BD de Chimes and Midgnight publicada recientemente ambos lados del Atlántico. Como un niño pequeño, la ilusión casi no me dejaba dormir, como adulto ya demasiado maduro, el escepticismo me llevaba a sonreír irónicamente. Afortunadamente, no había de qué preocuparse. La película sigue siendo un monumento cinematográfico, tan arrebatador como cuando la vi hace ya 34 años.
Se podría decir que es la mejor adaptación de Shakespeare que se haya filmado, con permiso del resto de las de Welles y de las muy libres de Kurosawa. En ella se obra un milagro, puesto Welles es capaz de meterse en la mente Shakespeare, reproducir de forma precisa las frases e ideas de este dramaturgo, para al mismo tiempo traducirlo en imágenes completamente Wellesianas. Inconfudibles y propias, copiadas hasta la saciedad, pero a las que sólo ese director sabe insuflar vida y empuje. Cuando está inspirado, claro, como es el caso.
Este proceso de hibridación entre formas y autores que logra una representación sespiriana y una película wellesiana se debe a qué el director fue cocinero antes de fraile. Tanto director de teatro como director de cine, oficios en los que fue uno de los primeros de su tiempo, alcanzando la genialidad en el segundo. Esa cualidad anfibia se muestra primeramente en el montaje. No sólo en el visual, del que ya sabemos que Welles - como mi admirado Eisenstein - era un maestro, sino en el hecho de que la película es un cortapega de cuatro obras de Shakespeare - los dos Enrique IV, Enrique V y Las alegres comadres de Windsor - a la que no se le ven las costuras por ningún lado, como si fuera una creación apócrifa del dramaturgo.
Respecto al montaje auténticamente cinematográfico, como era de esperar, en Chimes at Midnight está el Welles más barróco y complejo, capaz de partir la secuencia en múltiples planos que se suceden a un ritmo vertiginoso, pero que mantienen una unidad, una lógica, que se le escapa a todos los copistas e imitadores. Esa lógica viene dictada por las necesidades de la escena, los sentimientos de los personajes y su posición en el desarrollo de la trama, de manera que toda esa pirotécnica jamás aparece vacía, apabullante o presuntuosa.
Por ejemplo, casi al principio de la obra, tras el frío recibimiento de Enrique IV al duque de Norhtumberland, el hijo de éste, Hotspur, sufre una auténtico ataque de rabia y comienza a despotricar contra el rey. En la escena el personaje camina a paso de marcha por las habitaciones del palacio, llevado de su furia, mientras grita para sí, sin prestar atención al resto de los miembros de su familia, que se mantienen a un prudente distancia. Para ilustrar esa escena, Welles clava la cámara al rostro de Hotspur, para que no nos perdamos ninguno de sus arrebatos de rabia, mientras sigue sus idas y venidas al mismo ritmo furioso. El fondo de la escena pasa y pasa ante nosotros con una velocidad vertiginosa, mientras entran en cuadro, repentinamente, alguno de los otros personajes, para desaparecer casi al instante. El resultado es replicar en imágenes el mismo desatalento, que abruma a Hotspur, transmitiéndolo al espectador.
En la escena siguiente, la acción se traslada a la posada donde se aloja Falstaff, en donde se nos presentará asímismo al hijo de Enrique IV, el príncipe Harry, heredero del trono. Para mostrar la exuberancia de Falstaff, su humanidad desbordante que le lleva a conocer todos los placeres humanos, la cámara de Welles se vuelve caleidoscopica, observa al personaje y la posada desde casi cualquier ángulo posible, sin encontrar un centro, ni mucho menos un punto de reposo. La vida de Falstaff se muestra así como un torbellino, un continuo saltar de goce en goce, sin otra regla que su propio capricho. Que sólo se detiene cuando el cansancio le abruma, o le domina el sopor de la embriaguez.
Un montaje frenético que por una parte sirve para crear un laberinto arquitectónico. La posada es fotografiada desde tantos ángulos y tantos puntos de vista diferentes que parece inmensa, plena en recovecos y escondrijos. Reflejo, de nuevo, del caos y desorden que es la vida de Falstaff. Esta creación de espacios a partir de la nada, no se limita ahí. En ciertas escenas, Welles rueda una frase en una localización y la respuesta en otra completamente distinta, sin que esto suponga una ruptura en el flujo de la película, sino que le permite crear calles, pasajes, donde en realidad no existen. Construir el espacio fílmico que tiene en la cabeza, sin recurrir a decorados o efectos especiales.
Este apresuramiento en el montaje, no significa que Welles no sepa aquietarse, contemplar y meditar. Su instinto de director teatral le hace estar muy atento a los gestos y ademanes de los actores. Seleccionar aquellos que importan, que definen y caracterizan, para capturarlos y permitir que se expresen en libertad. Virtud que se hace tanto más notable en la segunda parte de la película, donde el entusiasmo y la pasión juvenil de Hotspur y Harry ceden su lugar a la senectud y presentimiento de la muerte que va royendo y cercando a Enrique IV y Falstaff. Una de las escenas más bellas de la película es, precisamente, el largo parlamento en el que el rey se duele de su insomnio, expresado en palabras que todo insomne reconocerá como suyas, y donde la cámara se limita a observar, durante largos minutos, las expresiones de dolor del rey.
Y con esto llegamos al último punto. A las palabras de Shakespeare que tan bien sabe recoger e ilustrar Welles. Esa capacidad del dramaturgo inglés por humanizar a todos sus personajes, buenos y malos, nobles y viles, fieles y traidores, acercándolos a nosotros los espectadores, haciéndonos partícipes de una única y común humanidad.
Palabras que cuando se escuchan a los 15 años, como me ocurrió a mí, jamás llegan a olvidarse. Terminan formando parte de tí, para siempre.
Un montaje frenético que por una parte sirve para crear un laberinto arquitectónico. La posada es fotografiada desde tantos ángulos y tantos puntos de vista diferentes que parece inmensa, plena en recovecos y escondrijos. Reflejo, de nuevo, del caos y desorden que es la vida de Falstaff. Esta creación de espacios a partir de la nada, no se limita ahí. En ciertas escenas, Welles rueda una frase en una localización y la respuesta en otra completamente distinta, sin que esto suponga una ruptura en el flujo de la película, sino que le permite crear calles, pasajes, donde en realidad no existen. Construir el espacio fílmico que tiene en la cabeza, sin recurrir a decorados o efectos especiales.
Este apresuramiento en el montaje, no significa que Welles no sepa aquietarse, contemplar y meditar. Su instinto de director teatral le hace estar muy atento a los gestos y ademanes de los actores. Seleccionar aquellos que importan, que definen y caracterizan, para capturarlos y permitir que se expresen en libertad. Virtud que se hace tanto más notable en la segunda parte de la película, donde el entusiasmo y la pasión juvenil de Hotspur y Harry ceden su lugar a la senectud y presentimiento de la muerte que va royendo y cercando a Enrique IV y Falstaff. Una de las escenas más bellas de la película es, precisamente, el largo parlamento en el que el rey se duele de su insomnio, expresado en palabras que todo insomne reconocerá como suyas, y donde la cámara se limita a observar, durante largos minutos, las expresiones de dolor del rey.
Y con esto llegamos al último punto. A las palabras de Shakespeare que tan bien sabe recoger e ilustrar Welles. Esa capacidad del dramaturgo inglés por humanizar a todos sus personajes, buenos y malos, nobles y viles, fieles y traidores, acercándolos a nosotros los espectadores, haciéndonos partícipes de una única y común humanidad.
Palabras que cuando se escuchan a los 15 años, como me ocurrió a mí, jamás llegan a olvidarse. Terminan formando parte de tí, para siempre.
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